ANOCHE 6 E MAYO DE 2020
AVENIDA CARLOS III CÓRDOBA
Tengo
frío. El invierno ha llegado sin hacer
ruido, y a mí me gusta sentir esta
necesidad de acurrucarme, de buscar el cálido confort de mi sillón junto a la
mesa estufa, mientras noto cómo la noria de la vida ha parado sus arcaduces, y
el mío, este séptimo de la Avenida de Carlos III, casi colgado del cielo, se
mece apacible y soñador.
José,
mi marido, duerme desde hace un buen rato, y dormirá sin interrupción toda la
noche, y se levantará descansado, sin sobresaltos de pesadillas porque José tiene
blanco de complicaciones el subconsciente.
Mi pequeño Jaime resuella de vez en cuando y balbucea palabras; después vuelven las respiraciones
lentas y profundas. Luisa, la chica asistenta, con la luz encendida, deletrea
en voz alta la carta de su Antonio y escucha las estridentes músicas de un
transistor. Mañana me pedirá que le conteste y que le ponga muchas cruces y
muchos ceros, sí, una hoja entera, besos y abrazos –dice que son. ¡bueno!
Frente
a mí, la ciudad, Córdoba, salpicada de torres que en la media luz de la noche,
resultan fantasmagóricas, y bloques, muchos bloques en los que la hora ha
impuesto silencio, soledad. Alguna que otra ventana se ve encendida y en mi
imaginación surge la película: un enfermo, alguien que lo cuida, esperan al
médico... José dice que soy peliculera. Cosas de mi imaginación que en un
instante, sí, me monta la película. Cielo cubierto, nubes bajas que amarillean,
aire fresco con fragancia todavía de mi generosa dama de noche que tanto me
recuerda el jardín de casa, el maullido de gatos, ladridos de perros en las
eras..., asfalto negruzco y brillante de la Avenida, espejo de semáforos,
letreros luminosos y faros de coches que van amainando a medida que avanza la
noche, y el runrún de CEPANSA que se mete en los oídos y, como polillas, se
escucha dentro de la cabeza.
Siempre
me ha gustado la noche. Es apasionante vivir cuando la gente duerme, cuando,
sin ruidos, sin testigos, puedo perderme en mi nada, contemplarme y confundirme
como sombra más con los espectros nocturnos. Para mí la noche es como un baile
de átomos vaporosos, irisados y burbujeantes, y es como un gigantesco flash de
luz blanca que zigzagueara en el aire, y mis ojos, que sólo conocen el mundo en
fotografías, pueden ver grandes, luminosas, abarrotadas salas de juego, y orgías de sexo, alcohol, y parejas entregadas
en carnales frenesís, y puedo sentir el dolor de moribundos, y los primeros
lloros de recién nacidos…
¿Y
el silencio? ¿No es cómo el murmullo del rezo de un claustro? ¿No es como
un toque
largo, templado y nostálgico de campanas? ¿No es cómo el susurro de una fina lluvia
sobre la hierba fresca del campo?
Mi corazón
bombea acelerado, bulle en rítmicas efervescencias, mis nervios se relajan, mis
pulmones se sienten anegados de aire
oxigenado… ¡Estoy viva!, y estoy despierta para escuchar ese repique de
campanas, esa oración que llama a Dios, esa lluvia que empapa la tierra y
refresca mi alma de emoción y añoranza de un no sé qué perdido en el más allá
de los tiempos pasados y futuros.
La asistenta ha silenciado y apagado la luz. Los ceros
y las cruces vuelan de su cabeza a las manos de su Antonio que en la mili le
dice que vaya cartas bonitas que le “escribe”. La mujer del cuadro y yo frente
a frente. Gioconda –dice que se llama-. ¿y a mí qué? Yo quisiera salir de esta
jaula y..., y nada. Es muy tarde y no tengo sueño: el mundo, la vida, la
ventanita encendida todavía de enfrente, un día más que se apaga, y yo no quiero apagarse con él. Si tuviera a
quién mandarle cruces y ceros... No, no tengo carta que escribir, nadie la
espera, nadie sabe, nadie me ve en este arcaduz que roza el cielo y sueña
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