Sí, ahora lo sé. Corrían los difíciles años de la posguerra. Un
hálito de miedo, de miseria, de ausencia total de ilusiones se entronizaban en
la rutina de los días, días que, cual río sin más caudal que la lejana mirada
hacia un mar de deseos, se nutría de fe y espinosos recuerdos.
Han pasado años, ¡muchos años!
En mí jardín crecieron rosas;
también espinas. La vida es eso: caminar por los infinitos laberintos de esta
nada o de este todo que somos, rozando, eso sí, rozando siempre una plegaria
que se torna suspiro, queja, palabra… La mía, aquella que no abandoné jamás, en
la que un día descubrí se escondía la maravillosa ingenuidad de los niños, y la
sabiduría del que sabe conformarse, ser feliz con lo básico y necesario, ha
sido siempre, Pan, María.
Ayer me aleje de mi habitual paseo. Me sentí muy cansada y
busqué dónde sentarme un rato. A bocajarro, tropecé con una capillita
callejera, una blanca imagen de la Virgen, cuajada de flores frescas y
velas. Alrededor, cómodas sillas que invitaban al descanso y oración.
Tímidamente, como si pisara tierra que no me perteneciera y casi
esperando que alguien me reprochara un allanamiento de morada, decidí sentarme,
justo frente la Virgencita blanca. En pocos minutos comenzaron a llegar mujeres
que tras un silencioso trajín de limpieza y cambio de flores,
encendiendo velas, santiguándose y arrodillándose, a coro repetían la
Salve, sin reparar, para nada en mi presencia que más bien parecían
agradecer con un amable, “buenos días”.
Mi fe y reflexión, que no pasa precisamente por imágenes,
estaba juzgando aquellas mujeres de fanáticas, de fogosas creyentes
de falsas ideas, me trasladó a una foto de mi madre en mi piso,
rodeada también de flores, y la reflexión me creció en justa comparación:
¿qué diferencia había entre una imagen y una foto? ¿Qué derecho tenía yo para
anatematizar a piadosas creyentes que rezaban y en cuyas oraciones iban
implícitas sus muchas necesidades? Yo también las tenía, y muchas, pero
ni eran oración, ni flores, ni tan siquiera empatía con aquel grupo de mujeres
que, volviéndose se a santiguar, apagaban velas y se despedían.
De nuevo me quedé sola con el descanso satisfecho, pero algo me
mantenía allí sentada como si estuviera viviendo un desapacible sueño. Al
fin, como robotizada, me levanté, di unos pasos y me arrodille junto a la
virgencita. Como un soplo de recuerdos me aventara, mis labios, pronunciaron
dos palabras: Pan, María.
Hoy, en esta tremenda crisis que sufrimos, mis labios de vuelven ingenua oración como uncanto0 de fe y esperanza: Pan, María
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