CAPÍTULO 1
Un remolino de vilanos se amontona a mis pies. La “Catalana” se aleja
levantando polvo por el camino de abajo. Frente a mi, cuesta arriba, un puñado
de casitas apretadas.
Atardece. Fuego en el cielo y manchas rosadas sobre las blanquísimas
paredes. Soledad y silencio en la aldea, una aldea de la campiña cordobesa,
Fuente Carreteros, llena de luz y aire.
Un perro acurrucado en los últimos rayos de sol que rechinan en la acera,
estira las orejas al verme. Después viene hacia mí ladrando. Husmeas mis
zapatos y con un gruñido perezoso se aleja con indiferencia.
Unos instantes más, y un hombre largo, negruzco, uniformado..., sale de
un portalón de piedra.
-¡Sapee..! – le grita a un gato que está enroscado a la puerta -. ¡Qué
leche de animaluchos!
Al descubrirme, exclama, quitándose una gorra deslucida que trata de
estirar entre sus manos:
-¡Dios guarde a usted, señorita! Usted debe ser...
-Sí; yo soy Blanca. La nueva maestra –interrumpo, soltando las maletas y
alargándole una mano – Tengo mucho gusto.
-Muchas gracias –replica el hombre largo, haciendo una media reverencia-.
Yo soy López, el municipal, para servirla. El señor alcalde, el Victorino, que
ha tenío que salir, me ha encargao que fuera a esperarla, pero... ¡esta
puñetera ”Catalana” ..! Lo mismo se adelanta que se atrasa. Ya iba yo pallá. En
la fonda de la Manuela tiene avisao el Victorino. Conforme se sube, a la
derecha – explica, colocándose en medio de la calle -. No hay pérdida. Usted lo
verá. Es una casa de escalones, na más llegar a la plaza. ¡Quisco..! –vocea-.
¿Dónde te has metío..? No seas tan corto, hombre. ¿No te lo dije? Acompaña a la
maestra a casa de la Manuela, que yo tengo una urgencia que hacer.
...Y del rincón de la fuente se despega, sin rechistar, un muchachote, un
niño, diría yo por sus ademanes: cabeza
baja, manos entrelazadas, camisa pajiza, mirada mongólica, pelo al rape y un
trabajoso tic en el cuello.
Estaba allí, cerca del arco de entrada: arrinconado en la fuente de piedra,
entre un chorrito de agua y un cascarón de pared. No lo había visto antes,
pero, para mí que me ha observado desde mi llegada
A traspiés, sube delante de mí la cuesta arriba. Los pantalones anchos y
flojos, se le lían entre las piernas. De vez en cuando se para, suelta las
maletas, se tira a puñadas de los pantalones que se le caen y me mira con el
cuello reliado.
Una mujer, que peina a una niña, sentada en el poyete de la puerta,
exclama:
-¡Vaya, Quisco, has encontrado trabajo! ¿Eh...?
Una especie de sonido gutural, entre risa y gruñido, sale de su garganta
y contesta:
-¡Síii…!
La fonda de Manuela es un caserón lleno de remiendos Por las ventanas,
recién pintadas salen gitanillas de todos los colores, y en el balcón de en
medio, seca y polvorienta, una palma atada con dos lazos. Por entretejido
artístico se nota que correspondió al hermano mayor de alguna cofradía de ola
Semana Santa.
La Manuela se ha quedado dormida con la radio puesta. Parece un
tonelillo, allí, dejada caer en el sofá. La habitación está cargada de muebles
y de fotografías, y de cuadros, que los hay de todos los tamaños..., Y como un
detalle de lujo, un aparatoso espejo de marco burbujeante, pintado de purpurina
y rematado por un escandaloso lazo que cuelga por ambos lados. Otro detalle,
pintoresco y religioso, es la imagen, pintarrajeada de colorines, de San
Pancracio, con su repisita y su ramito de flores del tiempo, y debajo, colgado,
un rosario grande.
-¡Manuelaaa...! – grita Quisco desde la puerta.
La Manuela se despierta de un sobresalto:
-¿Qué leche quieres? ¡Vaya susto que me has dado! Otra vez, avisa,
hombre.
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