Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

25 oct 2019

Llega el Día de los Santos



Con la llegada del otoño, el día de Los Santos estaba presente en la mente de todos, de forma que, con bastante antelación, se comenzaban preparativos, y el principal tenía como objetivo el cementerio. Mujeres cargadas de útiles de limpieza correteaban las calles camino del Campo Santo, y allí ingenua competencia de flores de trapo, coronas, mariposas de aceite en sus cacharritos de cristal azulado o rojo, fotografías ampliadas y coloreadas y cal, mucha cal que las mujeres con las escobillas de todos los tamaños no dejaban ni un rincón sin encalar y  pintar. Todo quedaba reluciente, listo para el día de Los Santos y Difuntos en los que se organizaba un festivo folclore, un insólito culto que la gente rendía, y sigue rindiendo, a sus muertos.
Otro capítulo era el que protagonizábamos los niños empeñados en colarnos en el cementerio, cuya puerta, rigurosamente, vigilaba un hombre desaliñado y de malos humos que de vez en cuando amonestaba a la chiquillada con esta singular expresión: ¡Acejaos pa tras de una puñetera vez, nenes!
Pero siempre había un descuido, y allá que entrábamos en carrerillas. Uno de los alicientes más buscados por los niños era el osario. Aquella especie de alberca llena de restos: coronas, retazos de telas, flores, maderas de ataúdes y algún que otro hueso, si bien  en nuestra  fantasía creíamos ver calaveras por todas partes, calaveras que en las noches se tornaban  horribles miedos y pesadillas. Aquel lugar, al que se accedía por una recóndita pendiente nunca lo he podido olvidar, a pesar de la carga divertida que, hoy por hoy, encuentro en aquel trance del osario que conllevaba, comidos por el miedo,  intento tras intento hasta culminarlo.
 Recuerdo cómo el cementerio y los alrededores se convertían en tal atractivo que   grandes grupos de familiares y amigos, como en bandadas, se desplazaban a todas horas y los vendedores ambulantes de pipas, cacahuetes, caramelos, etc. hacían buena venta, sobre todo de pipas que era uno de las principales  chucherías   en  aquellos años
El Día de los Difuntos se adelantaba con el doblar initerrumpido de campanas que comenzaba la tarde del Día de los Santos y se prolongaba hasta el atardecer de dicho Día de los Difuntos. Aquel día, durante la mañana, el párroco, revestido, y acompañado de monaguillos con hisopo y agua bendita en mano, recorría las sepulturas de quienes lo solicitaban “echando responsos” que consistían en rutinarias oraciones culminadas con el rociado de agua bendita sobre las tumbas.
Y, como en todas las fechas festivas, se hacían dulces caseros, si bien creo que las torrijas y pestiños eran los favoritos, y  la gente rivalizaba en su buena mano para darles el mejor toque gustativo. No obstante, el plato típico y favorito de aquellas fiestas eran las gachas. ¡Cómo recuerdo aquellas fuentes de color plomizo regadas de canela y miel! No puedo saber cómo lo percibían y recuerdan la gente de mi edad, pero yo, desde días antes, soñaba con aquel exquisito plato de gachas que mi madre preparaba todos los años en aquellas fechas.
El Día de los Santos se estrenaban los abrigos, se encendían oficialmente los braseros, se ennoviaban las parejas y empezaba el Mes de Ánimas.
El Mes de Ánimas era un acontecimiento religioso más pero en esta ocasión envuelto en tintes fúnebres que recuerdo con cierto pavor por el montaje que se hacía en honor de los muertos. En medio de la iglesia se colocaba el catafalco, un armazón revestido de negro y que, en mis pocos años, creía estaba lleno de muertos. La gente en general, muy devota en aquellos años de las Ánimas Benditas del Purgatorio, acudía, tarde a tarde, a lo largo de todo el mes, al reclamo de aquel lúgubre doblar de campanas que, al atardecer, y cuando ya los días  eran fríos y oscuros, parecía acentuarse en el silencio de calles solitarias.
El miedo a los muertos en los niños, y por otra parte, la curiosidad propia de los años, me hicieron vivir  noches de visajes  que unidos a las historias que se contaban cada día sobre apariciones de bultos, muertos de promesas incumplidas, me  hacían ver sombras que en las noches deambulaban a mi alrededor. Fueron años de muchos miedos: aparecidos, fantasmas, demonios y aquellas historias terroríficas que contaban de rojos que bajaban en las noches de la sierra, donde se escondían, a las tabernas, y se cerraban las puertas con llaves y cerrojos pero el pálpito del terror lo vivimos mayores y sobre todo, niños.



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