Con la llegada del otoño, el día
de Los Santos estaba presente en la mente de todos, de forma que, con bastante
antelación, se comenzaban preparativos, y el principal tenía como objetivo el
cementerio. Mujeres cargadas de útiles de limpieza correteaban las calles
camino del Campo Santo, y allí ingenua competencia de flores de trapo, coronas,
mariposas de aceite en sus cacharritos de cristal azulado o rojo, fotografías
ampliadas y coloreadas y cal, mucha cal que las mujeres con las escobillas de todos
los tamaños no dejaban ni un rincón sin encalar y pintar. Todo quedaba reluciente, listo para
el día de Los Santos y Difuntos en los que se organizaba un festivo folclore,
un insólito culto que la gente rendía, y sigue rindiendo, a sus muertos.
Otro capítulo era el que protagonizábamos los niños empeñados en colarnos
en el cementerio, cuya puerta, rigurosamente, vigilaba un hombre desaliñado y
de malos humos que de vez en cuando amonestaba a la chiquillada con esta
singular expresión: ¡Acejaos pa tras de
una puñetera vez, nenes!
Pero siempre había un descuido, y allá que entrábamos en carrerillas. Uno
de los alicientes más buscados por los niños era el osario. Aquella especie de
alberca llena de restos: coronas, retazos de telas, flores, maderas de ataúdes
y algún que otro hueso, si bien en
nuestra fantasía creíamos ver calaveras
por todas partes, calaveras que en las noches se tornaban horribles miedos y pesadillas. Aquel lugar,
al que se accedía por una recóndita pendiente nunca lo he podido olvidar, a
pesar de la carga divertida que, hoy por hoy, encuentro en aquel trance del
osario que conllevaba, comidos por el miedo,
intento tras intento hasta culminarlo.
Recuerdo cómo el cementerio y los alrededores se
convertían en tal atractivo que grandes
grupos de familiares y amigos, como en bandadas, se desplazaban a todas horas y
los vendedores ambulantes de pipas, cacahuetes, caramelos, etc. hacían buena
venta, sobre todo de pipas que era uno de las principales chucherías
en aquellos años
El Día de los Difuntos se adelantaba con el doblar initerrumpido de
campanas que comenzaba la tarde del Día de los Santos y se prolongaba hasta el
atardecer de dicho Día de los Difuntos. Aquel día, durante la mañana, el
párroco, revestido, y acompañado de monaguillos con hisopo y agua bendita en
mano, recorría las sepulturas de quienes lo solicitaban “echando responsos” que
consistían en rutinarias oraciones culminadas con el rociado de agua bendita
sobre las tumbas.
Y, como en todas las fechas festivas, se hacían dulces caseros, si bien
creo que las torrijas y pestiños eran los favoritos, y la gente rivalizaba en su buena mano para
darles el mejor toque gustativo. No obstante, el plato típico y favorito de
aquellas fiestas eran las gachas. ¡Cómo recuerdo aquellas fuentes de color
plomizo regadas de canela y miel! No puedo saber cómo lo percibían y recuerdan
la gente de mi edad, pero yo, desde días antes, soñaba con aquel exquisito
plato de gachas que mi madre preparaba todos los años en aquellas fechas.
El Día de los Santos se estrenaban los abrigos, se encendían oficialmente
los braseros, se ennoviaban las parejas y empezaba el Mes de Ánimas.
El Mes de Ánimas era un acontecimiento religioso más pero en esta ocasión
envuelto en tintes fúnebres que recuerdo con cierto pavor por el montaje que se
hacía en honor de los muertos. En medio de la iglesia se colocaba el catafalco,
un armazón revestido de negro y que, en mis pocos años, creía estaba lleno de
muertos. La gente en general, muy devota en aquellos años de las Ánimas
Benditas del Purgatorio, acudía, tarde a tarde, a lo largo de todo el mes, al
reclamo de aquel lúgubre doblar de campanas que, al atardecer, y cuando ya los
días eran fríos y oscuros, parecía
acentuarse en el silencio de calles solitarias.
El miedo a los muertos en los niños, y por otra parte, la curiosidad
propia de los años, me hicieron vivir noches de visajes que unidos a las historias que se contaban
cada día sobre apariciones de bultos, muertos de promesas incumplidas, me hacían ver sombras que en las noches
deambulaban a mi alrededor. Fueron años de muchos miedos: aparecidos,
fantasmas, demonios y aquellas historias terroríficas que contaban de rojos que
bajaban en las noches de la sierra, donde se escondían, a las tabernas, y se
cerraban las puertas con llaves y cerrojos pero el pálpito del terror lo
vivimos mayores y sobre todo, niños.
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