A medida que
se disipa la niebla, crece el día. Y mis ojos se reencuentran con el árbol al
pie de la ladera, con el camino de ayer,
con la memoria perdida de cosas que fueron el presente feliz de mi infancia: crujir
de viejos tejados, goteras en palanganas y cubos, humo blanco, humo negro a
borbotones en fríos amaneceres de ancestrales chimeneas.
Gatos, palomos, voces, patios, sillas
de anea en el atardecer del jardín...
Y papá, y mamá, y mis seis hermano, y
yo...
Índice del pasado que, si bien me remite a la salvación, mi presente, este
hoy de casi otoñal en mañana de niebla densa, luz, aliento, rayo que me
sostiene en surcos donde todavía es posible la sementera de un gesto, de una
palabra, de una semilla...
No, no hay fecha de caducidad. Hay,
cada cosa una vez; sólo una vez.
No podemos exiliarnos, porque, mientras
en nuestra frente notemos el aliento de Dios, la vida sigue.
Sacudíos, amigos, la niebla, y un sol
poderoso diluviará sobre nuestros áridos sueños.
Sí, así lo
creo, anclada en la plácida orilla de un mar que, dejando atrás las
tempestades, sólo levanta brisas y entona himnos a la belleza oculta de las
cosas en esta hora de quietud, en esta hora de visajes e interrogantes,
de profundas reflexiones, de
contrastes... En esta hora de vida y muerte.
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