(De mi novela
"Buscando en la vida", que no es una biografía -os repito- y que solo
se hicieron pocos ejemplares que se agotaron y punto)
¡Como hubiera deseado ser
espectadora de mi propio nacimiento, y haber contemplado en una mirada infinita
los horizontes más remotos del mundo, cuando mi primer grito irrumpió en
aquella habitación de la calle Queipo de Llano de mi pueblo, cuando mis
pulmones, por primera vez, se llenaron de aire, aquella mañana helada de enero!
Los tejados de las casas chorrean escarcha. La gente, acurrucada y adormecida,
balbucea protestas a la repentina voz del sereno que, arrebujado en pelliza y
boina, repite en canturreos por las esquinas: ¡Las seis en punto y serenooo!
Expectación. ¡Lo he oído
contar tantas veces! Papá, a la cabecera de la cama, sufre, reza, espera… Mamá,
Casi una niña, hace el último esfuerzo, y mi cuerpo, sanguinolento y
gelatinoso, llega a la vida. ¡Una niña! -exclama la comadrona Gertrudis- ¡Una
hermosa niña! Silencio. Las miradas de papá y mamá se cruzan: nostalgia,
frustración, sonrisa, lágrimas, un abrazo. Mamá, extenuada, sin poder evitar la
desilusión, repite: ha sido niña, Eduardo; lo siento, lo siento... Y papá me
coge en sus brazos: un beso, unas palabras, más en su corazón que en sus labios:
tú no tienes la culpa. En una cuna celeste, no pensada para mí, duerme Carlota
su primera madrugada, y en la plaza, en la Iglesia, en los primeros encuentros
de aquella mañana, la noticia: ¡La señora de don Eduardo ha tenido otra niña!
¡Pobre doña Blanca y pobre don Eduardo!
Madrugada de un
veinticuatro de enero, instante irrepetible de mi nacimiento que fue un error;
yo no debí nacer; no fui deseada. Yo no era el hijo varón fallecido, el varón
buscado. Yo no representaba aquella página dolorosa que papá y mamá trataron de
pasar concibiendo un nuevo hijo. Yo tan sólo era una niña, un bebé que jamás
volvería a encontrar la seguridad, la paz, el silencio del sopor fetal.
La
prehistoria de mi vida termina, y la lucha por la seguridad de un nido, por la
aceptación que no tuve, la lucha por el amor del claustro que me engendró,
serán las grandes aventuras, las insólitas batallas que agitarán mi vida como
si de una pavesa traída y llevada por el viento se tratase.Ya de niña me
refugio en los más secretos rincones. Cada vez que presiento el rechazo o
desamor, me encierro en un nido que me fabrico en cualquier lugar: entre ramas
secas de viejas enredaderas del jardín de casa que me arropan y arañan como a
un gorrión asustado o en los muchos trasteros de aquella casa grande donde
fácilmente paso desapercibida para todas las miradas.Tengo miedo al desamparo y
abandono. Aquella letrilla que me canturreaba mamá, esta niña chiquita no tiene
a nadie; su madre, una gitana, la echó a la calle, siempre me dejaba triste. ¿Tendría
yo a alguien? ¿Me echarían a la calle? ¿Cómo gratificar y justificar mi
presencia en el mundo?
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