Miguel era, día tras día, una opaca puesta de sol
Miguel, desde ayer, es ya pasado. Hace tiempo, un día, no sé
cómo, apareció en la terraza de mi cafetería habitual. Era un joven envejecido
de mirada serena y evidente fisonomía de
hombre enfermo y debilitado en extremo que se expresaba con palabras
torpes que más bien parecían un murmullo de
sonidos sordos e
ininteligibles.
Comentaban que era un
solitario y extraño vecino, llegado de
otra provincia y alojado en una habitación cerca de mi casa. Comentaban que la
familia lo ignoraba; no lo querían y que, tras sufrir dos ictus llegó a esta proximidad de mi
vida, atenta a cualquier movimiento
humano que cunda por mis alrededores. Un día y otro, lo saludaba mañana y tarde
y, poco a poco, fui tratando de acercarme a él que parecía esperarme, siempre con palabras de
respeto y cariñosos halagos. Hace dos años se rompió la cadera y fue operado en
Reina Sofía en la más absoluta soledad. Me desplacé a verlo y no se quejaba de nada pero ¡era tanta su tristeza! A partir de aquel día mi preocupación e interés por él fue creciendo
sin saber bien qué podía hacer, sobre
todo por acercarlo a su familia, pero nadie apareció. Y tenía madre, hijos,. hermanos...
Con la caridad de unos y
otros salió adelante y volvió, atado con
dificultad a un andador, a ocupar su
sitio en la terraza. Allí prácticamente pasaba el día. Nada más verme aparecer
levantaba una mano y me sonreía. Yo le correspondía con algunas golosinas y
atenciones entre las que más le ilusionó fue la foto de su primer nieto que, mediante
un amigo conseguí.
Ayer, al levantarse
para entrar al bar, cayó muerto
al suelo. Son muchas las cosas que se cuentan o se sospechan de él y ninguna,
al parecer que puedan ser consideradas
motivo de recuerdo ni tan siquiera de
esta impresión que, desde ayer, me comen de interrogantes y pena.
Sí, yo
he llorado por él, por su soledad, por su vida de bebida y tabaco, por todo lo oscuro que de él desconocía, por su mirada
azul y alegre cuando me veía… Alguien me
ha comentado que en la mesita de noche tenía la foto del nieto que le regalé.
No sé qué más decir. Aquí delante tengo
ahora la foto que me hice con él y que por respeto no muestro.
Adiós, Miguel, algo de mí te
llevaste y un gran vacío me has dejado. No me importó lo que
había sido tu pasado, solo, sí, tu presente que no era otro que el de un
pobre ser humano sin más recurso que el cigarro y el alcohol.
Estará con Dios, seguro, porque, si para mí fue alguien, su
creador lo habrá recibido como hijo pródigo de regreso a casa.
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