Queridos amigos: hoy una enfermera me sorprendía con estas palabras: usted fue la maestra de mi hermano Sergió.
Creo –le dije- que no un solo día he dejado de recordarlo- ¡Qué pena! Ella,
con los ojos humedecidos, repetía: y con
22 años y tan de repente…
Bueno, hoy este día tonto que
llaman de los enamorados, quiero recordar la carta que le dirigí a mi alumno
Sergio, porque él era amor y ternura a todas horas y todos los días de su corta
existencia
Yo creo que todos al nacer encendemos una estrella y que a lo largo de nuestra existencia nos acompaña, aunque, a veces, la perdamos de vista. Hay que buscarla y seguir su rastro.
SERGIO ERA MI ALUMNO
Sí,
era, porque Sergio se fue en un instante. Su vida se desvaneció como blanca
espuma de mar, se desvaneció con el viento. La noticia me sobrecogió, y hoy,
desde esta humilde columna quiero rendirle homenaje, porque, en ese saco sin
fondo donde los maestros archivamos nombres, rostros, palabras, gestos… de
todos aquellos alumnos que pasaron por nuestras aulas, el nombre de Sergio, su
recuerdo es como una llama que se aviva y me acompaña en este atardecer invernal.
Él no está ya aquí para compartirla, para exhalar el perfume de esta tierra que
si bien nos embriaga con el inigualable
aroma de la vida, también nos llora en el alma, cuando nos toca el halo yermo
del dolor.
Sergio
llegó pequeñito a mi clase y durante cuatro cursos consecutivos permaneció en
ella. Era un niño silencioso, en cuyos labios se eternizaba una sonrisa, mezcla
de tristeza e ingenua felicidad, pero sobre todo Sergio era, y jamás podré olvidarlo, unos grandes y profundos
ojos negros que miraban con ternura
infinita. Todavía conservo algunos de sus trabajos, no muy brillantes, pero
expresión, una vez más, y hoy me alegro de haberlo reconocido siempre, de su
individualidad, de su mayor esfuerzo por
lograr una ansiada superación.
Y mis
lágrimas, al unísono con mis palabras, afloran
a mis ojos porque Sergio fue de esos pocos alumnos que agradecidos,
sensibles al amor recibido, cariñoso, delicado me estuvo visitando durante
mucho tiempo, cuando ya lejos de las
aulas iniciaba sus primeros pasos en el mundo laboral en el taller de su padre.
Parece que lo veo irrumpir, sin apear la sonrisa de sus labios, en el ámbito de
mis nuevos alumnos. Allí, apenas sin palabras, apenas sin ruido, permanecía
junto a mi mesa…
Tierno
tallo, mi alumno, herido a tan pocos años que cual estrella fugaz sobrevoló por
mi vida, dejándome un apacible rastro luminoso que quiero seguir ahora, aquí, en este rincón, frente a mi ordenador, donde las
palabras se me tornan cálida plegaria:
¡Échanos una mano a todos los que te
amamos, desde el azul infinito donde seguro nos esperas!, mi querido y
agradecido Sergio.
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