Él, anciano de pelo muy cano que le rebasaba el ala de un viejo y destartalado sombrero, cuerpo voluminoso y pesado, mirada grande, entre pestañas blancas palabras torpes, murmullo no obstante de caricias infinitas que a su modo se traducían en miradas y sonrisas, más bien oscuras. Pasos cortos, torpes, macilentos, viejos… Manos, agarrotadas por una galopante artrosis, agarrado a un duro palo, caminaba
Ella, rebosante de carnes grises, blandas, temblorosas, en un sillón de ruedas, apenas hablaba, apenas se movía, apenas rastro de ser humano, bulto vegetal que, de vez en cuando, mascullaba ininteligibles y agrios sonidos.
Él y ella, inquilinos, por caridad, de una mísera habitación por casa. Matrimonio de toda una vida, cargados de hijos, en soledad y abandono, convivían.
Ella, estática, eclipsada, perdida… ¡Sabe Dios!
Él, amor a flor de piel escuchaba y respondía a sus exigentes silencios e incansables urgencias:
-Sí, ya te voy a dar de comer. Ya te voy a lavar, a peinar, a poner guapa. ¡Ya voy! ¡Ya mismo voy!
Él y ella, a veces, en silencio, se miraban, como queriendo reverberar, con fervor de lágrimas, migajas de recuerdos, voces ahogadas, silencios de años… Caminos rotos.
Y yo pienso cuántos caminos rotos, y no por enfermedad, sino por egoísmo, por el
hedonismo que domina a esta sociedad en la que un móvil, por ejemplo, es más importante que una persona.
Queridos amigos, reconstruyamos, en lo que podamos, caminos torcidos, rotos dónde vuelva a crecer la hierba y por donde sea posible caminar sin miedo a las espinas
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