Una mujer viuda, sin saber qué nuevo camino tomar, tras la muerte de su compañero, paseaba cada día por un hermoso jardín donde se evadía entre los árboles y las flores de sus tristes recuerdos. Al pasar por un árbol de tronco corpulento se dejaba caer sobre él y lo besaba, admirando su fortaleza y grandes ramas que se alzaban majestuosas.
Un día, la mujer, sin olvidar a su compañero de tantos años, con la punta afilada de un cortaúñas, escribió su nombre en aquel gran tronco y cada día se detenía allí y lo besaba.
La mujer se decía al depositar cada día su beso: ¡qué pena que el árbol no pueda saber cuánto lo quería y cómo agradezco su sombra y la frescura de sus frondosas ramas! Es tan grande y poderoso que mi beso es más pequeño que el paso de cualquier hormiga de las que tantas hay por entre sus cortezas.
No obstante, la mujer persistía en su empeño. Y cada vez que pasaba junto a él en su diario caminar, a la altura de sus labios, besaba repetidamente la corteza del árbol, donde cada día se iba escondiendo por la intemperie el nombre de su compañero
Y sucedió que un día, cuando ya apuntaba la primavera, una mañana, sorprendida la mujer observó cómo justo en el sitio de sus besos empezaba a despuntar una pequeña rama que día a día crecía hasta que una mañana, de la rama brotó una florecilla, y de ésta una semilla que cayendo a la tierra creció en nuevo árbol.
La mujer, a partir de entonces, en su diario caminar, besaba cuantos árboles encontraba en su camino al tiempo que se repetía: pasó de vivir conmigo a vivir y multiplicarse en mí
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