Siempre, desde muy niña, me han llamado la atención los seres humanos que, estando en la fiesta, ni han sido invitados ni participan de ella. Sí, están ahí sencillamente como podía estar un manido y viejo bodegón, colgado en la mugrienta pared de una taberna cualquiera. Y mis ojos sabían descubrirlos y mi alma sentirlos en la impotencia de una precoz intuición: no era justo. Pero la fiesta sigue y en ella los solitarios espectadores, desde el anonimato más absoluto, rozan nuestra piel sin que tan siquiera sean visibles a nuestras miradas ávidas de salir en la foto, miradas que lo quieren abarcar todo, gozar todo, pero oteando sólo desde la superficie, y evitando así complicaciones de honduras.
Las fiestas de Navidad ya están, un año más, en nuestros hogares, en nuestras vidas, en nuestros bolsillos. Y en ellas, casi como absurdo simulacro, el Nacimiento de Dios. Y yo, amigos, en este amanecer frío, con días aún para la gran fiesta, os invito a una reflexión que nos reconduzca al único camino que los seres humanos deberíamos no perder, o retomar en cualquier caso.
Sí, el camino que lleva a Belén, al encuentro con la verdad, con la solidaridad, con la justicia, con el amor. Porque allí está Dios, en ese pobre solitario que no invitamos a nuestras celebraciones, en el emigrante que mendiga por nuestras calles o flota muerto sobre las aguas de nuestros mares, como esas oleadas de peces que a veces arriban a nuestras playas. Y Dios está en esos niños que se mueren en indigencia y abandono, y en tantos ancianos que tan sólo son rumiantes de recuerdos silenciados, y en tantas mujeres maltratadas, muertas que cada día son noticia en nuestros medios de comunicación, y en otros mundos donde la gente muere en locas guerras… No, no hay silencios en la gran boca de Dios. Hay, eso sí, oídos sordos de los hombres que buscamos y queremos un Dios, justo a nuestra medida.
Y en estos días especialmente sólo le pido a Dios que las desgracias no me sea jamás indiferente y que en este "Camino que lleva a Belén" pueda ir acompañada, de la mano, de tantos pobres, marginados y solitarios caminante como andan, invisibles, por él.
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