Aquel año, vísperas de vacaciones, mi padre exclamó un buen día: ¡Este año nos vamos de camping! La noticia nos alegró a todos. Hacía tiempo que, sobre todo mis hermanos mayores, lo pedían y deseaban, cada vez que se hablaba de vacaciones. El camping era como un pueblo de casas de telas y colorines en medio de un jardín, y el mar estaba tan cerca de nuestra tienda que las olas grandes casi la rozaban.
Mientras mis padres instalaban nuestra vistosa y flamante tienda, yo corrí a la playa. Nada más llegar, del otro lado de las rocas grandes que delimitaban la playita del camping, apareció un pequeño: medio desnudo, descalzo, cabello rubio, rizado, ojos azules, piel negra y una caracola en la mano. Si quieres te la presto; dentro se oye el mar -me dijo, al tiempo que la colocaba sobre mi oreja derecha-. Mi padre es pescador y me trae muchas. Si quieres, te regalo ésta. Yo también voy con él a pescar algunas noches y encontramos bancos de peces que, con la luz de los focos, parecen de plata. ¡Sí, sí que la quiero! -exclamé- ¡A lo mejor, un día yo también voy a pescar en un barco! ¿Por qué no vienes que te vea mi madre? Yo no puedo entrar; ¿no ves que soy pobre? ¿No ves que yo no puedo ir a la escuela? Sí me ve el portero, lo mismo me echa los perros…
Pasaron los días. No volví a ver al amigo de la caracola, aunque cada mañana y tarde de aquellas vacaciones, salía con ilusión de encontrarlo al lado indigente de rocas y olas cristalinas. Pero mi amigo no volvió.
No pude conocer su nombre ni apenas su voz. Sólo, eso sí, aquellos ojos de aguas marinas y aquella piel de soles e intemperies. Han pasado muchos, ¡muchos años! La caracola sigue, como el primer día, durmiendo debajo de mi almohada. Y, cada noche, antes de entregarme al sueño, me la pongo en la oreja derecha, y sueño con mi amigo, el pequeño pescador, y lo veo embarcado en medio de la mar negra, ¡navega que te navega!, y lo veo aupado en un caballito de mar, galopando en busca de estrellas, calamares, sirenas... Y su voz también la oigo como si me llamara desde la lejanía azul. En mi caracola sigue vivo el mar de aquel pequeño rubio de ojos azules, y el sonido de las olas en la playa, y el olor del pescado, de las algas y de las redes...
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