Sed conscientes, hijos, más de lo mucho que podéis perder
que de lo mucho que deseéis tener,
porque ahí radica el secreto de la felicidad.
En la madrugada de cada día, vosotros, mi mejor obra, estáis presentes, aquí, en esta vuestra casa, como los niños que fuisteis, como los adultos que sois.
Pienso en vosotros y un sentimiento me pena por el alma: tendréis que madurar y ser sabios, a fuerza de golpes que casi siempre son duros para el que los recibe, si bien, en definitiva, son, no sólo duros, sino nocivos y germen de putrefacción para quienes los propician.
Y es que los seres humanos, en general, se olvidan de su provisionalidad y buscan, ansían, a cualquier precio, el poder, el protagonismo, ahogando, en su absurda escalada, cualquier valor superior que pueda ensombrecer su mediocre actuación en este gran teatro que es la existencia.
De ahí que la mejor manera de alertaros, sobre tales usurpadores, por si en algo podéis sacarle ventaja, sea ésta que hoy, con todo mi amor, os quiero transmitir, al hilo de lo que voy aprendiendo de mi ya largo rodar, sacudida siempre por una corriente que, no obstante, jamás logró arrastrarme, porque, en mi debilidad, tuve coraje de ser roca que, golpeada, sí, sólo fuera demolida por el oleaje de las mareas: jamás por el chantaje, la mentira, la adulación...
No le tengáis miedo a nada, ni tan siquiera a la muerte, si habéis vivido como lo que sois: seres humanos. Tended vuestras manos a todos aquellos que las necesiten, sin mirar el color de su piel o el rótulo de su nombre. Miradlos, sí, a los ojos y encontraréis dentro de ellos un indescriptible misterio que no es otro que aquel con el que todos fuimos timbrados al nacer: vida y muerte.
Vuestra madre, un día ya muy lejano, miró y vio… ¡tantas lágrimas! Oyó y escuchó ¡tantos rumores clamando la piedad de una mano, de una palabra, de un gesto!
Sí, vuestra madre eligió, como única arma para caminar, el amor.
Y no, no me arrepiento porque siento que en mi alma, aún en los momentos de mayor dolor, de más intensa soledad, emerge un haló de paz infinita.
Pero algo más hijos: Conviene, de vez en cuando, volved la vista atrás por si a nuestro paso crecieron, sin ser conscientes de ello, espinas. Habrá entonces que regresar, arrancarlas y en su lugar sembrad rosas.
Y esta madrugada del Día de todos los Santos, con una luna que se esfuma entre nubes, con olor a tierra que me transporta a no sé dónde, con miles de recuerdos, arcaduces de esta noria pequeñita que es mi vida, mis manos quieren teclear el mejor mensaje que pueda escribiros, hoy:
Sed conscientes, más de lo mucho que podéis perder que de lo mucho que deseéis tener, porque ahí radica el secreto de la felicidad.
Y, hoy y mañana, días de cementerios, porque así han crecido con la tradición, unas palabras más:
No le tengáis miedo a la muerte que, como decía papá, es un "mebrillajo", tenedle, mejor miedo a la vida indigna, gastada, arruinada como las ruedas de un carro. Vividla como bola de nieve que se crece y crece al rodar. Os quiero tanto...
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