Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

11 ene 2020

MI POBRE CARTERA


Siempre he creído, y ahora estoy segura de ello, que la cosa más importante que he tenido en mi vida fue mi cartera de niña, una cartera de cartón piedra que me dejaron los Reyes un año en mis zapatos de charol. Cada mañana, antes de ir al colegio, la limpiaba con cuidado y la quería tanto que la guardaba en el mejor sitio de mi habitación. En el más cómodo y fresco en los veranos y en el más cálido en los inviernos. 
Para mí que aquella cartera era como un ser vivo con el que yo me relacionaba.
En la clase  le dedicaba más de la mitad de mi silla, lo que provocaba que, en muchas ocasiones, me cayera para atrás.
 En aquella cartera guardaba las cosas más queridas por mí: libros, lápices, estuche de dos plantas... y, bueno, otras pequeñas cosas que eran como tesoros, por la ilusión que me hacían: una muñequilla de trapo, que había hecho yo misma, una caja de pastillas Juanola, una pluma color rosa que encontré en un viejo sombrero en una buhardilla de casa de la abuela Isabel, papelotes con dibujos, cromos de los pastelitos,  galletas  para el recreo, mi botecito de pétalos de rosa con alcohol y sobre todo, guardaba, escondía, en mi cartera todo lo que mis hermanos intentaban saquearme.
 Cada mañana,  con cuidado, me la colocaba sobre la espalda y, aunque casi no podía mover los brazos por el peso, la llevaba con gusto. 
Me sentía como un pequeño caracol con la casa a cuestas.
 Un día, que llegué temprano a la escuela, me senté sobre el bordillo de la puerta. A mi lado coloqué la cartera.
Era un día negro de nubes. Casi llovía. La gente madrugadora caminaba con prisa. Empezaba a hacer frío. A distancia, pasó un perro tirando de un viejo y, por la acera de enfrente, una mujer medio hablando sola y con un puñado de papel pringoso de jeringos calientes
De pronto aparecieron tres chavales melenudos y negros. Uno de ellos dijo: ¿Jugamos al balón con la cartera de esta niña tonta?”
Y, sin esperar respuesta, le dio un puntapié que la traspuso al medio de la calle donde los otros dos, siguiendo con el juego, la pateaban de un lado para otro.
 Yo, atónita e impotente,  con lágrimas que caían de mis ojos, asistía al dolor de mis cosas dando vueltas dentro de la cartera que parecía alejarse de mí como diciéndome, adiós para siempre, mientras aquellos chavales, entre risotadas  y malos tratos, se perdían repitiéndome de vez en cuando: ¡Alelá! ¡Ya te puedes estar comprando otra; ésta ya no te sirve ni para yesca!
Una mujer, al paso, exclamó: ¡Dejad en paz a la niña y devolvedle su cartera!
Por respuesta una sarcástica carcajada y unas ofensivas palabras: ¡Cállate, vieja!




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