Siempre he creído, y
ahora estoy segura de ello, que la cosa más importante que he tenido en mi vida
fue mi cartera de niña, una cartera de cartón piedra que me dejaron los Reyes
un año en mis zapatos de charol. Cada mañana, antes de ir al colegio, la
limpiaba con cuidado y la quería tanto que la guardaba en el mejor sitio de mi
habitación. En el más cómodo y fresco en los veranos y en el más cálido en los
inviernos.
Para mí que aquella
cartera era como un ser vivo con el que yo me relacionaba.
En la clase le
dedicaba más de la mitad de mi silla, lo que provocaba que, en muchas
ocasiones, me cayera para atrás.
Me sentía como un pequeño
caracol con la casa a cuestas.
Era un día negro de
nubes. Casi llovía. La gente madrugadora caminaba con prisa. Empezaba a hacer
frío. A distancia, pasó un perro tirando de un viejo y, por la acera de
enfrente, una mujer medio hablando sola y con un puñado de papel pringoso de
jeringos calientes
De pronto aparecieron
tres chavales melenudos y negros. Uno de ellos dijo: ¿Jugamos al balón con la
cartera de esta niña tonta?”
Y, sin esperar respuesta,
le dio un puntapié que la traspuso al medio de la calle donde los otros dos,
siguiendo con el juego, la pateaban de un lado para otro.
Una mujer, al paso,
exclamó: ¡Dejad en paz a la niña y devolvedle su cartera!
Por respuesta una
sarcástica carcajada y unas ofensivas palabras: ¡Cállate, vieja!
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