Buen día, amigos: ayer, mi nieto Javier, nos mandaba vídeos espectaculares de Nueva York. Yo, en breve comentario le decía: no olvides nunca que no hay mayor monumento que el ser humano por insignificante que te parezca. Él, “a vuelta de correo”, me contestó: es lo que pienso siempre, abuela.
Hoy, amigos, y como propósito de fin de semana, miremos, a todos, como lo que son, como lo que somos: pequeños-Grandes monumentos que merecemos admiración, cariño y respeto.
Os transcribo, hoy, mi encuentro con una gaviota varada en las rocas, mi lugar favorito, rozando el mar.
Ni poesía, ni prosa, ni nada. Tan solo compartir con vosotros el repente de la salida del sol, cuando una gaviota, con una pata herida, y yo nos encontramos frente a frente con la vista puesta en la misma dirección.
Gaviota de azul, de soles, de vuelos y orillas, gaviota herida, hoy, aparcada en las rocas, alas rotas en tú ya largo caminar. No puedes jugar con las olas, ni compartir con hermanos tus travesías por el mar, ni presumir de alturas, ni competir en desafíos mañaneros, ni crepúsculos rosados para mañana cantar.
Me miras, hermana gaviota, te miro en complicidad que tú ignoras o, tal vez, intuyas, ¡quién sabe!
Pero yo sí sé lo que me quieres decir, ¿no ves que miramos en la misma dirección? Sí, queremos saludar al sol, queremos seguir viviendo, entre rocas, sin vuelos, sin amigos, en soledad, con dolor... ¿qué más da? Siempre así es el principio, siempre es así el final. No tengas miedo, gaviota amiga, sigue esperando el amanecer y, entre tanto, no te rindas, vive, sueña con ese día de luces, en otro mar sin tempestades, en otra orilla de arenas blancas, en el que sin dolores, sin recuerdos, sin ausencias..., tan solo seamos cielo y mar, y volar sin alas, cantar, reír, jugar, y por los cielos izar la más bella palabra: libertad.
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