Miguel, desde ayer, es ya pasado.
Hace tiempo, un día, no sé cómo, apareció en la terraza de mi cafetería
habitual, apoyado en un andador. Eran unos cincuenta años envejecidos, era mirada serena y evidente fisonomía de hombre
enfermo y debilitado en extremo que se expresaba con palabras torpes que más
bien parecían un murmullo de sonidos sordos e ininteligibles. Comentaban que
era un solitario y extraño vecino, llegado de otra provincia y alojado en una
habitación cerca de mi casa. Comentaban que la familia lo ignoraba, que nada
querían saber de él y que tras sufrir dos ictus llegó a esta proximidad de mi
vida, atenta a cualquier movimiento humano que cunda por mis alrededores.
Un día y otro, lo saludaba mañana
y tarde y, poco a poco, fui tratando de acercarme a él que parecía esperarme,
siempre, con la bebida sobre la mesa y el cigarro en la mano y con palabras de
respeto y cariñosos halagos. Hace dos años se rompió la cadera y fue operado en
Reina Sofía. Me desplacé a verlo, con una caja de bombones que agradeció, más
con gestos que con palabras. No se
quejaba de nada pero su soledad me sobrecogía: ¿Tienes madre, hermanos nietos?
-le pregunté-. Lejos –me contestó-;
nadie vendrá.
A partir de aquel día mi
preocupación e interés por él fue creciendo sin saber bien qué podía hacer,
sobre todo por acercarlo a su familia, pero todo fue inútil. Con la
caridad de unos y otros salió adelante en aquella habitación alquilada, y volvió, atado con dificultad a una silla de
ruedas, empujada por caridad, a ocupar su sitio en la terraza. Allí
prácticamente pasaba el día. Nada más verme aparecer levantaba una mano y me
sonreía. Yo le correspondía con algunas golosinas y atenciones entre las que
más le ilusionó fue la foto de su primer nieto que mediante un amigo conseguí.
Un día de aquel verano, hacia las
tres de la tarde, cuando atendía al telediario, de pronto, tuve la impresión de
que alguien estaba junto a mí. Volví la cabeza, por si alguno de mis nietos me
quería dar un pequeño susto, pero no había
nadie. Unos instantes después, la misma extraña impresión: una especie de
presencia junto a mí. Sentí algo de miedo, pero me dije a mí misma: ¡toterías!
Bajaré a tomar café.
Al entrar en la cafetería,
alguien salió a mi encuentro: mala noticia, Isabel –dijo-; acaba de morir
Miguel. Se levantó para salir y cayó muerto al suelo.
Y si bien, no trato de que alguien me crea, aquella presencia que yo sentí, y que no
entiendo, interpreto, no obstante, que fue la despedida de Miguel, su último
suspiro.
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