Él, con sus
pies torpes, sus infinitos achaques, sus noventa años, sus ojos pequeñitos, ensombrecidos
por impenetrables cataratas, era, porque a mí así me lo parecía,
el Señor del Jardín.
Aristócrata de
gestos, de palabras borradas por un
evidente párkinson, colgado de una descomunal pipa, a todas horas y por
cualquier atajo del jardín, aparecía.
Mi nada,
destinataria de sus torpes reverencias, lo saludaba, mitigando así la fatiga de
sus ojos turbios, donde siempre rutilaba
una lágrima, y con los míos pegados a los suyos como único horizonte de la hora, lo escuchaba.
Sí, entre
temblores, trataba de contarme su honorable pasado: tuve casa, esposa, hijos,
tuve oficina, coche... -balbuceaba como si las palabras le chorrearan por unos
labios fallecidos hacía tiempo-. Y entre el temblor de us manos, un ramito de
flores siempre, obsequio que agradecía tanto..
Un día, el
Señor del Jardín, faltó. Era otoño. Los
trenes, en trepidante zig-zag cruzaban irreverentes el silencio del
jardín. Un niño paseaba en bicicleta
por el albero. El señor del jardín se fue y mis paseos se tornaron hojas secas
bajo mis pies, revoleteo de papeles, despedida de pájaros emigrantes. Alguien, al paso, exclamó: ya entregó la cuchara,
señora. Unos instantes de desconcierto, de oscuridad, de vacío absoluto... mi
móvil me retornaba a la vida: abuela, ¿estás sola? No, vida mía; estoy contigo
En el majestuoso
tronco de una palmera escribí: ¡hola, señor del jardín!
Y en mi alma, una
vez más: ¡hasta luego, amigo!
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