Queridos amigos: os cuento algo que me
sucedió hace unos dos años, relato, no obstante, vigente en cualquier momento y
en cualquier lugar.
Una especie de tos, medio
rugido, me ha sacado de mi nostálgico éxtasis en el jardín. Sí, allí, junto al
banco de al lado, un cuerpo de mujer, más bien un bulto de mujer, me ha hecho
regresar de mi mundo de fantasías y sueños. La miro, con disimulo, primero.
Detenidamente, después. ¿Llora? No distingo sus facciones entre las dos luces
de la hora y su ensimismamiento que la mantiene acurrucada en un evidente
sufrimiento.
Dudo unos instantes: ¿cómo
abordarla? Un impulso, no obstante, me lleva directamente a ella. Si no le
molesta, ¿puedo sentarme aquí? Aquel "fardo" de mujer, ausente de
cuánto le rodea, tímidamente, levanta la cabeza y balbucea: Sí, señora. ¡Ya lo
creo! Hay sitio de sobra. Unos minutos más de silencio en los que sigo prendada
de la luna llena, de olores de la tierra, del fresco del albero pero, desde lo
más profundo de mi alma, busco palabras que me lleven a la comunicación con
aquella pobre mujer. ¡Se está bien aquí! -exclamo, al fin-. Sí, señora
-contesta por pura cortesía-. ¿Vive usted por aquí? -pregunto ya sin tapujos.
Y aquella estática mujer,
como si poco a poco se desdoblara y se creciera, comenzó a contarme su vida
entre lágrimas y suspiros: no, señora, yo he vivido siempre en el campo con mi
marido, pero él hace dos meses que ha muerto, y yo... Con dificultad se saca un
pañuelo del bolsillo. Se seca unas lágrimas. Continua: ahora vivo con una hija,
pero lo mío, ¿sabe usted? son las flores, los bichos, el campo... Por eso voy y
vengo a este jardín... El campo era nuestra vida. ¡Estábamos tan a gusto…!
Yo escuchaba, mientras la
mujer tomaba vuelos en su profunda depresión que parecía esfumarse, a medida
que hablaba y hablaba. Hubo un momento que, olvidada de su drama, me preguntó:
Y usted, ¿es de por aquí? ¿Tiene familia? ¿Tiene marido? ¿Le gustan las
flores..?
Ante aquella descarga de
preguntas, me limité a contestar: ¡vaya si me gustan las flores! Levantándose,
diligente, se acercó al arriate más próximo. Cortó una rama de romero y,
poniéndola entre mis manos, dijo: tome; huele a campo y a sierra…
Sí,
el amaor hace milagros y todos tenemos en nuestra manos ese poder, esa varita
mágica. No seamos egoistas y pongámosla a trabajar.
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