El néctar era una bebida maravillosa que alegraba el corazón de los dioses, pero que apenas los alimentaba. Todo lo más, les quitaba la sed.
Bueno, hoy, leyendo una vez más, historias de dioses y héroes, de néctares y ambrosías me han surgido bonitas e importantes reflexiones muy oportunas para las fechas que se aproximan y para las cuales, cada año, con más anticipación, nos preparamos.
Y en este largo preludio acentuamos, por todos los medios posibles, la búsqueda de una necesaria felicidad que, si bien es tónica dominante de toda nuestra vida, cada fecha, cada ocasión, cada evento lo enfocamos como objetivo de excepción para el que no regateamos absolutamente nada.
Y está bien que así sea: todos tenemos derecho a desear la felicidad, pero el quid de la cuestión está en una sencilla interrogante: ¿qué clase de felicidad? Porque, por lo general, lo que entendemos por felicidad no es más que un fantasma veloz y pasajero que los hombres y las mujeres anhelan a cualquier precio. Por él dan todo el oro, todo el tiempo. Acaban por asirlo y lo abandonan con hastío
Bebida maravillosa que alegra el corazón, pero que no alimenta el alma. Sólo, si acaso, nos zarandea la vanidad, el orgullo, el amor propio y después, ¡pchs! Si te vi, no me acuerdo.
Y sucede con frecuencia que, cuando las cosas no van a nuestro gusto, nos quejamos exclamando: ¡Ya vendrán tiempos mejores!.
Y, por añadidura, culpamos de nuestros infortunios a todos los que nos rodean, como si la felicidad nos tuviera que llegar empaquetada y certificada por una mano maravillosa que conocedora de nuestros muchos méritos, nos la obsequiara. Pero, no te engañes, amigo: no hay tal. La felicidad está, o no está en nosotros y, posiblemente, la estemos viviendo sin ser conscientes de ello.
Casi nunca vienen tiempos mejores, casi siempre lo que nos espera puede ser peor. De ahí que, hace ya años, por mi cuenta decidí hacerme feliz a mí misma. ¿A quién puedo importarle más? ¿Quién está por preocuparse de dar a los demás una miaja de felicidad? A nadie le importamos tanto, pero en nuestras manos, está el “néctar, la ambrosía”, la magia para hacernos felices.
Y feliz me hago, cuando cada mañana, entre juegos y palabras ilusionantes, dejo en la guardería a mi nieto, y feliz me hago, cuando compruebo que he encontrado un edredón que me quita el frío en la cama, y feliz me hago con mi trabajo, y fotografiando el cielo, y con un buen libro, y con mi ordenador y, sobre todo, con mis hijos, y con vosotros, mis amigos y amigas.
Pequeñas, pequeñísimas cosas, pero, cuando abro los ojos cada mañana y me encuentro en la vida, me hago feliz y doy gracias a Dios por dejarme un día más para disfrutar de las muchas cosas que me esperan y que son, minuto a minuto, mi única y mayor felicidad.
Por favor, analiza despacio todo lo que tienes. Comprobarás que es mucho y que tal vez mañana, te falte algo que hoy es casi tu única felicidad y no lo sabes. Se consciente y no te quejes. Vive, vive sabiendo que la lotería de la felicidad no se compra, no toca: se fabrica desde una conciencia tranquila y capacidad, mucha capacidad para ser receptivo.
Pero, claro, puede que un mal día, ¡zas! ¡el dentista! ¡La multa de tráfico! ¡El bollo en el coche! ¡Las malas notas de los niños/as!, etc, etc.
Cosas todas que, bien miradas, no pueden robarnos la felicidad, porque, en definitiva, son cotidianidades del vivir a las que hay que atender, pero sólo en la justa medida de lo que son y sin perder el buen talante, porque nuestra felicidad no puede pender de tan débiles hilos. Así andamos de cabreados por la vida, mientras el reloj inexorable del tiempo nos va pasando los días sin retorno.
La felicidad es un bien que hay que conquistar. No es un regalo. Es, eso sí, un premio que ningún evento puede robarnos por gordo que sea.
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