Hace unos días –algo poco habitual en mí- me vi obligada a coger un
autobús. Por cuestiones de obras, recorrimos, prácticamente toda la ciudad. Era
noche. Junto a mí, un hombre, un niño –diría yo- por su visible aspecto físico
y, sobre todo, psíquico, manifiesto en palabras y gestos. Por unos momentos,
mirando a derecha e izquierda, exclamé despistada:
-¿Dónde estamos?
Y aquel muchachote, sonriente, exclamó:
-Vamos a llegar al Realejo. Ya mismo estamos
allí. Yo se lo explico, yo tengo un hermano que vive allí…
Por supuesto, me conocía esa zona tan emblemática de Córdoba, pero
consciente de las limitaciones de aquel
ser humano, feliz de poder aportarme algo, me limité a contestarle::
-¡Qué bien! ¡Pues sí, avísame cuando pasemos!
No hubo lugar a tal porque, todo un aparente señor, enfundado en un
gran abrigo, con sombrero, bastón y guantes, intervino:
-¡Y tú que vas a explicar, muchacho! –exclamó - Yo no solo me conozco el
Realejo sino que lo tengo más que estudiado y recorrido de arriba abajo. Yo le
explicaré a la señora hasta la torre de la catedral, si quiere.
Las palabras de aquel pedante y arrollador hombres nos silenciaron.
Sentí pena del muchacho que estaba a punto de tener su momento de gloria, tal
vez con una burda explicación, pero, desde mi punto de vista, la mejor que
podía recibir, porque conllevaba la dicha de un ser humano por aportar algo,
por ser escuchado… Protagonismo que fue chafado, sin piedad por alguien que,
sin duda, ostentaba como estandarte el tener, en aquella ocasión, más
conocimientos que nadie. Al llegar a la última parada, antes de proceder a
bajarnos, el muchacho, se despidió:
-Adiós,
señora. Ya hemos pasado el Realejo.
El pedante señor, apoyado en su bastón,
exclamó mientras descendíamos del autobús:
-Estos
jóvenes de hoy lo quieren saber todo.
No sé exactamente cómo fue pero el gran señor, dio un paso en falso
perdiendo el equilibrio. Los brazos del muchachote, que iba delante, impidieron
que cayera al suelo. Silencio de
todos y en mi interior palabras que
dictadas por la experiencia vivida, se iban grabando en mis conclusiones:
No es
más fuerte, ni es más grande, el que más sabe ni el que más poder tiene, sino
el que, desde su pequeñez, puede aportar algo a los demás.
Y
esto no es un cuento, sino una realidad vivida que me sumió en profunda
reflexión de cara, ante todo, a tomar buena nota para evitar caer en similares
errores que, sin duda son el resultado
de no haber cultivado, de no haber
aprendido a ser persona con valores para vivir y convivir.
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