Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

23 ago 2018

Aprendiendo a vivir juntos: relato


Hace unos días –algo poco habitual en mí- me vi obligada a coger un autobús. Por cuestiones de obras, recorrimos, prácticamente toda la ciudad. Era noche. Junto a mí, un hombre, un niño –diría yo- por su visible aspecto físico y, sobre todo, psíquico, manifiesto en palabras y gestos. Por unos momentos, mirando a derecha e izquierda, exclamé despistada: 
-¿Dónde estamos? 
Y aquel muchachote, sonriente, exclamó: 
-Vamos a llegar al Realejo. Ya mismo estamos allí. Yo se lo explico, yo tengo un hermano que vive allí…

Por supuesto, me conocía esa zona tan emblemática de Córdoba, pero consciente de  las limitaciones de aquel ser humano, feliz de poder aportarme algo, me limité a contestarle::
 -¡Qué bien! ¡Pues sí, avísame cuando pasemos! 
No hubo lugar a tal porque, todo un aparente señor, enfundado en un gran abrigo, con sombrero, bastón y guantes, intervino: 
Y tú que vas a explicar, muchacho! –exclamó - Yo no solo me conozco el Realejo sino que lo tengo más que estudiado y recorrido de arriba abajo. Yo le explicaré a la señora hasta la torre de la catedral, si quiere.
Las palabras de aquel pedante y arrollador hombres nos silenciaron. Sentí pena del muchacho que estaba a punto de tener su momento de gloria, tal vez con una burda explicación, pero, desde mi punto de vista, la mejor que podía recibir, porque conllevaba la dicha de un ser humano por aportar algo, por ser escuchado… Protagonismo que fue chafado, sin piedad por alguien que, sin duda, ostentaba como estandarte el tener, en aquella ocasión, más conocimientos que nadie. Al llegar a la última parada, antes de proceder a bajarnos, el muchacho, se despidió: 
-Adiós, señora. Ya hemos pasado el Realejo. 
El pedante señor, apoyado en su bastón, exclamó mientras descendíamos del autobús: 
-Estos jóvenes de hoy lo quieren saber todo.
No sé exactamente cómo fue pero  el gran señor, dio un paso en falso perdiendo el equilibrio. Los brazos del muchachote, que iba delante, impidieron que cayera al suelo. Silencio de todos y en mi interior palabras que dictadas por la experiencia vivida, se iban grabando en mis conclusiones: 

No es más fuerte, ni es más grande, el que más sabe ni el que más poder tiene, sino el que, desde su pequeñez, puede aportar algo a los demás.
Y esto no es un cuento, sino una realidad vivida que me sumió en profunda reflexión de cara, ante todo, a tomar buena nota para evitar caer en similares errores que, sin duda son el  resultado de no haber cultivado,  de no haber aprendido a ser persona con valores para vivir y convivir. 

Una persona no vale por lo que tiene, no vale por sus éxitos, vale, eso sí, por las veces que se ha levantado de sus fracasos y errores los ha  reconocido, considerado y borrado en lo posible del almanaque de su existencia

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