Hace unas semanas se celebró el Día Internacional del Niño Africano, y es por eso esta carta para mi niña de color. Delante de mí, como si de repente, sin haberte engendrado, sin haber sufrido dolores de parto, me hubieses nacido, tengo tu foto entre mis manos que me tiemblan y me sobran para acunar tu cuerpo tan chiquetete que más bien son pañales de recién nacida que me huelen a mimos perfumados y limpios. Al pie de la foto tres palabras que sobrevolando cielos y mares han aterrizado en el buzón de mi casa: «Tu niña negra». La historia de esta insólita «propiedad» fue el repente misionero de alguien lleno de amor por sus hermanos los hombres, y que en sus mejores años de joven, emprendió vuelos hacia el Tercer Mundo, cuna negra que espabila sueños en eternas noches de hambre.
Y allí, en un desvelo de mosquitos y sudores, a la luz de una nada, perdida en el olvido de todos, mis artículos arrullados por la agobiante sinfonía de grillos y chicharras.
No merezco tanto, pequeña, y, sin embargo, cuando supe que, puntualmente, mis pobres y, a veces, torpes palabras viajaban a esa mansión de fatigas y rigores, me gratificó tanto que, aunque quisiera, no podría faltar a esa cita en la que mi nada se hace presente como si, por un milagro, mi cuerpo y mi alma pudieran desdoblarse y repartirse, y hacerse presentes allí, donde la soledad y la incomunicación, las más insufribles armas, son una palpitante realidad de cada hora de cada minuto.
No me canso de mirarte, porque no eres un sueño bonito en el que deleitarme y pasar más tarde la página del olvido. No, tú, pequeña Isabel negra, eres de carne y hueso, a la que cuanto más miro. más puedo reconocer como mía, y no porque lleves mi nombre, sino, porque, al tenerte entre mis manos, noto que me brota un manantial en los adentros que me llena de fervores como si amaneciera en un día festivo.
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