LA VOZ ESTRIDENTE DE LUISA me solivianta aquella tarde otoñal de vacación vespertina de jueves:
-¡Señora! -voceaba- Suba y verá dónde está Carlota! ¡Si cuando yo digo que esta niña es tonta...! ¡Menos mal que me ha dado por subir a dar una vuelta a la pava!
Sí, allí estoy, en aquel trastero que llamamos palomar, donde la pava clueca, echada en un cajón rebosante de paja, encuba sus huevos y dónde la gata romana esconde sus crías entre tarimas y somieres viejos. Este rincón es mi refugio en las tarde de vacación del jueves y en los olvidos como el de madre María, la monja gallega que, con altivez, me pasa de largo en cada mirada, en cada fiesta... Aquí, en este rincón, perdida en el palacio que es mi casa, acomodada en una vieja canasta llena de retales, me siento bien, y unas lágrimas corren por mis mejillas de niña cuando la luz del sol declina y se pierde por detrás de la torre de la iglesia, descuartizándose por las cristaleras esmeriladas llenas de polvo y telarañas que son las ventanas. De vez en cuando la pava clueca estira majestuosa el cuello y picotea ruidosamente en este suelo de cemento. También de vez en cuando, la gatita romana se me acerca remolona, arquea su lomo y se acaricia con mis calcetines de lana.
Pensamientos que, precozmente, me llevan a interrogarme sobre mi corto pasado, sobre mi incierto futuro. Amor sin destino que me nace a torrentes y que, sin cauce, se desborda. Oigo el arrullo del atardecer que va cayendo sobre mis pupilas de niña absorta en un vaivén de notas que, cual maga mariposa al néctar delicado y gentil de su flor, buscan partitura donde solfear su primera, ingenua y bella canción de amor, y son voces por patios lejanos, y es el clamoroso piar de pájaros que, en bandadas, van llegando al arríate grande del fondo del jardín, y es la veleta, frailecillo inquieto, que me habla de vientos huracanados y suaves brisas y es una sutil y vaporosa nube que camina por el azul rosado de la hora crepuscular...
Aquí, en este rincón, espero que baje la noche. Ya sonó el Ángelus. Ya dejé en mi bastidor hilos de seda. Ya mis manos están llenas de flores marchitas. Ya comienza a palpitar un no sé qué de nostalgia que va pasando por mis ojos, mirada que espera en vilo la luz incierta del mañana. Ya, un día más, quiero coger la luna que nace, roja, grande, tímida, por el horizonte. Cierro los ojos y, ¡cuántas manchas van y vienen! Les pongo nombre: yo y mis miedos; yo y mis silencios; yo y mis dudas...: ¿Me perderé? ¿Me abandonarán? ¿Me moriré? ¿Encontraré el camino del cielo?
Oigo mi nombre... ¡Si, es mamá que me llama! Voy corriendo. Tengo que darle un beso, tengo que preguntarle qué me pasará mañana. No, no preguntaré nada.
Y mañana, hoy… ¿Lo sé todo? Creo que no sé nada. No obstante, ¡cuántas dudas despejadas! Es muy tarde. Tengo sueño... Me voy a la cama.
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