Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

2 jun 2014

Capítulo XX


FINAL DEL CAPÍTULO XIX: ¡Pero qué ligerito de ropa se ha ido al otro mundo! ¡Y en qué cómodo lecho! Seguro que una viva le dio compañía, y seguro que no estaba lejos, y seguro que…
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Y los comentarios comenzaron a apuntar a Lucrecia que se tornó evasiva, mucho más solitaria y confundida sobre todo, cuando en poco tiempo advirtió que estaba embarazada de aquel hombre, algo que a la  gente dio motivo, no sólo de comentarios, ya más que confirmados, sino sobre todo de desprecio y hasta maltrato, negándole en muchas tiendas la venta de alimentos que, en todo caso, y por la cara de Florentino, le racionaban.
En aquel encuentro, Lucrecia, sin dejar de mecer a un bebé que sostenía entre sus brazos, y entre sollozos, me contó aquella insólita historia. Tal vez pensó que era necesaria para conocer mi  postura definitiva con ella.
Y yo escuchaba atónita. Frente a mí en un pequeño comedor, el anciano Florentino, con una larga bata, ausente de todo, y sin cesar de mascullar sonidos, sentado en un gran sillón de anea situado junto a una ventana, que Lucrecia mantenía abierta a pesar del aire frío que corría, y ante una taza de caldo con fideos que le chorreaban por una servilleta que le servía de babero y sujeta  por un alfiler de la ropa.
No sé qué sentí. Era como una mezcla de terror, asco, ganas de escapar de aquel lugar, de no volver nunca más a Lucrecia. Algo dentro de mí se revelaba, me reprochaba mi decisión de haber llegado hasta allí. Yo, con mi flamante título de médico, con una vida hasta entonces intachable, ¿qué hacía mezclada con aquel morboso enredo? Guardé silencio, mientras, como si por mis sentidos entraran a un tiempo toda clase de sensaciones, me parecía estar a punto de perder el sentido. Lucrecia, que me conocía, y acertaba siempre en mis pensamientos, repentinamente, cogiendo mi bolso me apremió: Vete, vete; nunca debiste venir. ¿Has visto de lo que soy capaz? ¿Podrás decir todavía que eres mi amiga?
Sin contestar, me puse de pie con la intención, efectivamente, de irme para siempre, pero el bebé, al que ni tan siquiera había mirado, comenzó a llorar, al tiempo que Florentino agitaba la campanilla que siempre tenía a mano. Lucrecia, desconcertada, repetía, empujándome hacia la puerta: ¡Venga, vete ya! Olvídate para siempre de mí. Ya no soy aquella niña que tú conociste.  Soy, como mi madre, una mujer mala de la calle del río, ¿Se te ha olvidado?
Como si no hubiera oido aquellas palabras reproches y por decir algo, le pregunté:  ¿Y es tuya la casa de ese hombre?   Si la vendes…  No, no es mía –me interrumpió Lucrecia-. Ni falta que me hace. Aparecieron unos familiares, pero no te preocupes: con la pensión de Florentino me voy arreglando bien. ¡Vete, vete y no vuelvas más!
Y allí se quedó Lucrecia, con profundísimas ojeras, con el cabello tan descuidado que resultaba ser una mata de greñas en tres colores, mal vestida, delgada en extremo y envejecida.
Al arrancar mi flamante coche, un desgarro me dolió en los adentros. Adiós, Lucrecia… ¿Adiós para siempre?

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