Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

29 may 2014

Capítulo XIX


 (Fin del Capítulo XVIII: Silverio, con la respiración  cortada, escuchaba complacido aquellas palabras que no acababa de entender: ¿Se trataba de una sádica y pícara burla o de una sincera declaración de amor?)

Estoy confundido y avergonzado, -susurró Silverio- Por favor no se burle de mí.  ¿Burlarme? Yo no sé hacer esas cosas. Dame una oportunidad. ¿Te espero esta noche en el pozo?  ¡Me voy –exclamó  Silverio poniéndose de pie.- Te espero a las diez; no te olvides y piensa cómo podemos vernos.  
Aquel día fue muy especial para Silverio. Encerrado en aquella lúgubre mansión, entre ahogos, toses y temblores, tramó su macabro plan. Y con todo a punto, esperaba impaciente la noche, siguiendo, con el oído pegado a los tabiques, los pasos de Lucrecia. A las diez  de la noche, como Lucrecia había propuesto, Silverio, más "hombre de los muertos" que nunca, con un batín encima del pijama, la mascota, zapatos nuevos,  corbata y calcetines negros, llegó puntual junto al brocal del pozo. Esperó unos instantes y, al otro lado, sigiloso chirriar de puertas, gruñidos suaves del perro, pasos y la media voz de Lucrecia:
Un breve silencio cundia por aquellos patios. Sólo se oía la respiración jadeante del hombre de los muertos, más asmático, nervioso y palpitante que nunca. Era como si, por unos instantes, aquel patio de pensamientos se hubiera tornado carcajadas de los espíritus reencarnados y presentes en aquel singular jardín. ¡Silverio, Silverioo...! -rompió al fin Lucrecia- ¿Estás ahí?  
Silverio, antes de contestar, expiró e inspiró varias veces, hasta notar que sus pulmones, a punto de estallar, se oxigenaban,  y con una sonrisa que él solo conocía, contestó: ¡Sí, sí; estoy!   ¿Y qué, has pensado? Estoy un poco nerviosa –fingió Lucrecia, alterando la voz-. Tranquila, mujer, lo he pensado todo. Tendrás que hacer lo que yo te diga, y no tengas miedo… ¿Miedo yo? –contestó  en  una gran carcajada- No tengo miedo a nada.  Escucha y haz lo que te digo: Con todas las luces apagadas, y sin hacer ni el más mínimo ruido, sal de tu casa y ven que la puerta la he dejado  abierta. Asegúrate de que no te siga el perro y sobre todo, asegúrate de que Florentino duerma. ¡Allá que voy! –exclamó Lucrecia-. No te preocupes por nada; sé andar en la oscuridad.
Y en un santiamén se colocó ropa interior barata,  de un rojo brillante, prevista desde hacía tiempo  para el momento, y una larga bata de satén celeste con perfume a nardos pasados. Silverio que la esperaba en el zaguán con una pequeña linterna encendida, se apresuró: ¡Pasa, pasa! Todo está preparado. ¡Sígueme! ¿Dónde vamos? -preguntó algo inquieta Lucrecia-.  No tengas miedo; dijiste que eras valiente.  Nada ni nadie va a hacerte daño. ¡Verás lo que tengo preparado! Es algo muy especial que, con cariño, y con mis manos, he fabricado  para un día muy especial.
En un lugar recóndito de la nave de los muertos, cubierto con un catafalco, se ocultaba un ataúd, diestramente confeccionado por Silverio. A punto estuvo Lucrecia de desmayarse, pero Silverio, haciendo gala de fuerza y virilidad, con los pulsos rotos en temblores, la cogió por la cintura, al tiempo que exclamaba: No temas, amor, no temas; los difuntos, reencarnados en estos pensamientos, velan.
A punto estuvo Lucrecia de huir de aquel lugar, y de aquel extraño hombre que le repugnaba y empezaba a dar miedo, pero en su cabeza aquella idea fija desde niña de ser rica, de tener dinero era tan fuerte que, en un esfuerzo por olvidarse de cuanto la rodeaba y sobre todo de aquel esperpento de hombre, cerró los ojos y se dejó llevar.
Y en aquel fúnebre tálamo, Silverio, impetuoso, jadeante,  hizo el amor a Lucrecia.  De pronto su cuerpo, sudoroso, laxo, frío, como de un mazazo cayó desplomado sobre Lucrecia que, medio a gritos, exclamaba, tratando de quitárselo de encima: ¡Silverio, Silverio! ¡Ya está bien! ¡Me asfixias! Por favor… ¡Cuánto pesas!
Pero Silverio no contestaba: Estaba muerto entre ahogos, sofocos y olores a inciensos manidos.
Daban las dos de la madrugada en el reloj del ayuntamiento. El perro de Lucrecia, que huyó despavorida, aullaba rompiendo el silencio de las horas. 
Cuando al cabo de los días encontraron el cadáver, de boca en boca corrían los comentarios entre sarcásticos y morbosos: ¡Pero qué ligerito de ropa se ha ido al otro mundo! ¡Y en qué cómodo lecho! Seguro que no estaba solo, seguro, seguro que…

23 may 2014

CAPÍTULO XVIII


Final del capítulo XVII: (Voy a llamar a su abuela… No está; ha ido al hospital con mi tío-abuelo, que le ha dado un dolor...  No se preocupe; yo la acompaño a su casa. ¡Venga! Con cuidado; la voy a levantar.)

Lucrecia dando cortos pasos, se quejaba y detenía, Silverio, medio pisándose el largo batín que siempre vestía y medio a rastras con ella, por primera vez entraba en aquella casa vecina, logrando, con grandes esfuerzos, que Lucrecia le provocaba, sentarla en el sillón previamente colocado delante de la cómoda donde su foto de bebé desnuda era el único adorno de aquella  pobre habitación. ¿Quiere que llame al médico? ¿Quiere que vaya a mi casa y le haga una tila? ¡No, no! No llame a nadie; no me haga nada. Ya se me está pasando el dolor, pero ¡siéntese, por favor!  Su compañía me hace mucho bien.
Sentado en  el filo de una  descalzadora y sin dejar de dar vueltas a la mascota, Silverio guardó silencio. Lucrecia, sin dejar de suspirar, exclamó, al fin: ¡Mire qué niña ahí sobre la cómoda! ¿La conoce? ¿Ha visto algo más hermoso en su vida?  Una oleada de turbación y sorpresa  enrojeció el rostro de Silverio, cuyos ojos, más chicos y redondos que nunca, se clavaron, ensangrentados de rubor, en la fotografía. ¡Sí que es una niña preciosa!  ¿Acaso es usted?  ¡La misma! -medio vociferó Lucrecia incorporándose hasta coger la foto y ponerla en manos de Silverio- ¡Y ver en lo que ha quedado una! -se lamentó socarronamente, limpiándose los ojos como si las pudiera contener las lágrimas-. No se queje. No la ha tratado tan mal la vida -se pronunció gangosamente Silverio-; es una joven muy bella y especial.
Desde aquel primer paso, Lucrecia, en divertido trance, que la estimulaba, y  como apremio urgente a su insatisfecha existencia, esperaba nueva oportunidad de comunicarse con Silverio. No obstante su calculado plan se vio interrumpido por un proceso gripal de su abuela que, tras semanas de enfermedad, murió una madrugada del mes de noviembre, cuando en aquel pequeño pueblo, las campanas doblaban día y noche y, cuando Silverio, como en éxtasis, pasaba los días arrodillado en la capilla del cementerio, si bien aquella gripe le acarreó trabajo  extra en la venta de ataúdes y atención a familiares. También visitó a Lucrecia, a la que con anterioridad, y con motivo de su ritual a los muertos, ya había mostrado sus condolencias. Son días de mucho trabajo –comentaba sentado casi en vilo en la salita que Lucrecia tenía siempre limpia y ventilada-, pero no quería dejar pasar más tiempo sin hacerle una visita y… ¡Ya sabe! Si necesita algo, sólo con tocar el tabique o dar una voz por el pozo… Gracias –interrumpió Lucrecia, rompiendo a llorar-. Mi abuela era tan buena, me quería tanto… Y ahora, ¿qué voy a hacer tan sola? ¡No diga eso, mujer! Tendrá amigos, familia…
Lucrecia no contestó. La muerte de su abuela la dejaba huérfana de todos. No conocía familia alguna, y amigos… Ella nunca tuvo más amiga que yo, pero hacía tiempo que mi distancia era cruda realidad; Lucrecia no contaba ya conmigo. Silverio, como queriendo distender el ambiente, y sin dejar de manosear el sombrero y tragar saliva, que las palabras se le pegaban al paladar, dijo al fin: No veo la fotito aquella de su infancia; era tan angelical… Lucrecia esbozó una sonrisa y contestó: A mi abuela no le gustaba verla ahí y la guardó. Bueno, mujer, paciencia con la voluntad de Dios, y cuide a Florentino, pero cuídese usted sobre todo, y le repito que ya sabe donde estoy. También, usted debe cuidarse –contestó Lucrecia en el quicio ya de la puerta-. Lo oigo toser mucho, y este pueblo es frío y húmedo.
  Pasaron unas semanas en las que Lucrecia apenas salió de aquella casa que, sin su abuela, se le hacía insoportable. Florentino, con la cabeza ida, tenía que estar vigilado día y noche, pero un domingo, cuando arreglaba sus plantas y jugueteaba  con   su perro, le pareció escuchar los pasos de Silverio. Se aproximo al pozo medianero y acució el oído. Sí era seguro que andaba por allí. ¡Vecino, vecino!  ¡Hola!  ¡Estoy aquí! -exclamó alzando la voz- ¿Cómo está?  ¡Siempre tan ocupado y reflexivo! Me provoca extraños sentimientos… Silverio guardó silencio. Lucrecia añadió: ¿Qué piensa? Pensaba –contestó, al fin, que es muy joven y que un día tendrás que enamorarse y salir de este callejón de pueblo… Ya estoy enamorada de ti –dijo sin reparos Lucrecia- Con esa bata y ese sombrero pareces un misionero africano de las películas. Sí, un hombre mayor que me inspira confianza, seguridad, un hombre que me da la paz que necesito…
Silverio, con la respiración  cortada, escuchaba complacido aquellas palabras que no acababa de entender: ¿Se trataba de una sádica y pícara burla o de una sincera declaración de amor?

15 may 2014

Capítulo XVII


(FIN DEL CAPÍTULO XVI: Aquella muchacha, Lucrecia, que entre risotadas y aspavientos llegaba, le parecía a Silverio un allanamiento de morada, una tremenda profanación… No obstante, algo muy íntimo lo estremeció...)

La gente del pueblo comentaba, y no le faltaba razón, que una muchacha tan joven entre tantos viejos y metida en aquel callejón, no podría soportar por mucho tiempo, pero Lucrecia, animada por su nueva situación, apenas si era consciente de los rumores que cundían sobre la casa colindante, la casa de los muertos, y sobre su vecino, el hombre de los muertos.
Un día la abuela de Lucrecia se dio de bruces con Silverio: Dios lo guarde, vecino! Que si precisa algo, somos la familia de Florentino.  Mi nieta y yo hemos venido a vivir con él. Está el pobre muy anciano y enfermo. Gracias, señora –contestó escuetamente Silverio, haciendo un intento de descubrirse el sombrero-. ¡Ya, ya -exclamó!- Oigo a su nieta cantar!; se ve que está contenta y es feliz… No se crea;  lleva pasado lo suyo… Perdió a su madre muy niña… ¡Ya, ya! –repitió Silverio como todo comentario- Tanto gusto señora. Tengo prisa.
Lucrecia, en aquella casa de dos plantas, vivía feliz: Limpiaba habitaciones, iba a la compra, hacía comida y lo que más le gustaba era cuidar un patio repleto de macetas abandonadas. Las regaba, abonaba y, poco a poco, el verde rechinante de las hojas invadía pequeños arriates. También cuidaba de un perro callejero que se le coló por la puerta y que, a pesar de la negativa de su abuela, logró alojarlo en una improvisada casilla que le hizo en el patio y al que puso de nombre Lucas.
Pero algo perturbó la ingenua felicidad de Lucrecia, que  era ya toda una mujer. Sucedió en la tienda de Carmela, donde habitualmente compraba. Mujeres en corrillo cuchicheaban: Cualquier día el Silverio se nos muere. Dicen que tiene algo malo, y forrado de dinero como está, ¿a quién le dejará su fortuna? Dicen que no tiene familia.
 Fue a partir de aquel momento cuando Lucrecia comenzó a urdir un plan. Era su oportunidad, la que siempre había soñado de tener dinero, de ser rica. Algo cambió en su actitud con respecto a Silverio, al que siempre había visto con algo de temor y recelo por las cosas que contaban de él y de sus macabras costumbres con respecto a los muertos.   Para ello comenzó por observar sus salidas de aquella lúgubre casa, así como el itinerario que habitualmente hacía y que casi siempre tenía como destino el cementerio. Allí, en una cochambrosa capilla se arrodillaba y tras un tiempo de recogimiento, regresaba por el mismo camino. Lucrecia, de vez en cuando, aprovechaba para salir a la compra en cuanto, a media mañana,  lo veía de regreso, siempre ensimismado y ausente, provocando así, encuentros que parecieran fortuitos. Buenos días, vecino –solía saludar- ¡Qué solitario lo veo siempre! Ya sabe dónde estamos o mejor dónde estoy porque mi abuela y mi tío abuelo… Silvério se descubría y, a medio reverencias, jadeante y sudoroso,  contestaba: Gracias, niña, gracias.. ¡Nada de gracias! Los vecinos estamos para lo que haga falta… Si alguna vez me necesita, ya sabe: No tiene nada más que darme una voz por el pozo.
Un extraño sentimiento se apoderó de Silverio ante la visión de aquella mujer joven, casi una niña, con desenfados de capital y alegres palabras, con exóticos y provocativos gestos y que, de una forma tan espontánea e incondicional se le ofrecía una y otra vez. Y sin poderlo evitar, un solivianto irreconocible se instaló   en sus pensamientos que, desvelado, pasaba las noches entre asmáticos ahogos, palpitaciones, nervios y morbosos pensamientos acerca de  su joven y seductora vecina.
Pasadas unas semanas, Lucrecia que no había cesado en su plan y que lo tenía a punto en espera de que una ocasión le fuera propicia, aprovechó la ausencia de su abuela y de su tío abuelo que en una urgencia tuvieron que acudir al hospital más cercano. La abuela, delicada y anciana, antes de partir, repetía: Deberías acompañarnos. Estamos torpes los dos y no sabemos qué puede pasar. No me encuentro bien –se excusaba Lucrecia-. De sobra sabes que iría, pero me duelen los huesos, tengo algo de fiebre y me voy a meter en la cama.  
Nada más trasponer el taxis, Lucrecia vislumbró,  al fin, el momento esperado. Y manos a la obra puso en marcha su detallado plan.  En la vieja maleta de madera había guardado con llave las pocas pertenencias personales que consideraba de valor, y entre ellas una muy especial que había arrebatado a su madre: se trataba de la fotografía de una niña de meses  desnuda y sonriente. Era ella. Su madre la mandó iluminar, por lo que su cuerpecito sonrosado, resultaba casi una provocación.
Con diligencia, colocó la foto visiblemente sobre una arcaica cómoda de su tío-abuelo y con la casa a punto, se dispuso a esperar el momento de la rutinaria salida de Silverio. Nada más verlo aparecer por la puerta, se precipito, arreglada de pies a cabeza, a su encuentro, fingiendo  unos estudiados traspiés que la hacía caer al suelo, al paso justo de Silverio que, aturdido y medio temblando, se precipitó en su ayuda: Apóyese en mi brazo. Esta calle con tantos  y viejos baches…Voy a llamar a su abuela… No está; ha ido al hospital con mi tío-abuelo, que le ha dado un dolor...  No se preocupe; yo la acompaño a su casa. ¡Venga! Con cuidado; la voy a levantar.