Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

10 may 2014

Capítulo XVI


(Último párrafo capítulo XV: De ahí que la gente de todos aquellos alrededores dieran en llamarla "Casa de los Muertos". Y Silverio, el heredero de turno, único morador actual de aquella ancestral y lúgubre mansión, era también para todos, el "Hombre de los muertos.")
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(Todo lo referente a esta historia, la supe por boca de Lucrecia. Es tremenda y es por ello que no pueda omitir este capítulo)

La "Casa de los muertos" era un blasonado caserón  de dos plantas, rematado por un  medio derruido palomar, habitáculo de silencios y recuerdos, nido de pájaros nocturnos que aleteaban y producían extraños sonidos por las techumbres carcomidas de polillas y termitas, no sólo de aquella casa sino de aquel puñado de viviendas deshabitadas y en ruinas que, apiñadas en aquel desolado barrio a la salida  del pueblo, con la caída de la tarde, se tornaban  silencios y sombras, aullidos de perros y deambular de sombras fantasmagóricas.
Silverio, no obstante, dormía tranquilo junto al palomar, única habitación amueblada que conservó a la muerte de su anciana madre, una mujer que murió disecada por los años y cargada de nostálgicas historias, de secretos calcinados por los años pero que, como estrellas muertas, se podían adivinar en el negro universo que venía a ser su profunda mirada.
Un hálito de terror pesaba sobre aquella casa y, como una  maldición, se cundía endémico por el pueblo. Y la gente pasaba de largo, con prisa, sin volver la vista atrás, santiguándose, al tiempo que, para ahuyentar  supersticiones, repetía: "Ave María Purísima". Sólo, cuando la muerte les arrebataba a seres queridos, con inmenso respeto y en cumplimiento de sagrado deber, traspasaba el umbral de aquella puerta siniestra.
La parte baja de la casa, un gran patio de luz: suelos rojos y paredes de zócalos serigrafiados de extraños arabescos. Una puerta grande, negra, de cuarterones y clavos oxidados daba acceso a otro patio cuadrado, donde apenas entraba el sol, pero en el que florecían en todos los tiempos, una gran arríate de pensamientos que el mismo Silverio cultivaba con devoción porque decía que en ellos se reencarnaban las almas de sus difuntos clientes. Y, cuando le avisaban para calcular el largo del ataúd, cosa que hacía midiendo el cadáver con el ala de su "mascota", era de rigor, y lo hacía solemnemente, depositar  entre las manos del difunto un hermoso pensamiento de su jardín particular, al tiempo que mascullaba una profética oración: "Que tu espíritu descanse en el jardín puro de los pensamientos". Y los familiares, entre lloros y suspiros, asentían con la cabeza al tiempo que balbuceaban: "amén".
Pero aquel patio de los pensamientos era sobretodo un gran pozo compartido con la casa vecina, residencia de toda la vida del anciano tio abuelo de Lucrecia, y era también antesala de una húmeda y fría nave, sin más luz que la palidez fluorescente de una barrita gastada y medio desprendida del techo. Allí, en prosaicas repisas de mármol, amarillentas y agrietadas por los años, estaban expuestas, para el público que lo requería, las cajas de los muertos. Y, por las paredes desconchadas y enmohecidas, los Silverios de todas las generaciones, habían hecho acopio de objetos espectrales: cabezas  y cuerpos de ángeles tullidos, de miradas apocalípticas y  diabólicas sonrisas; cuadros mutilados del juicio final,  coronas  con flores de tela; lazos de crespón, lamparillas de aceite en todos los modelos y alguna que otra fotografía, ampliada e iluminada, de niños difuntos.
Como sus antecesores, Silverio era hombre de poca salud: tos, asma, algo de epilepsia y algo de corazón. Condicionado por herencia y profesión, su personalidad resultaba una mezcolanza de extravagancia, cursilería y esperpento. Introvertido y solitario, inspiraba respeto y cierto recelo de forma que la gente, cuando deambulaba por las calles, cubierto siempre por un batín  parduzco que le llegaba hasta los tobillos, y con el rostro escondido bajo su mascota, le salía al paso con repeluco y cortesía: "Buenos días, Silverio". "Dios lo guarde, Silverio"
Y Silverio, cuando no tenía más remedio, levantaba la cabeza y, esbozaba  una sonrisa que  metamorfoseaba  la rigidez de su rostro, sólo  ojos azulones y  diminutos que se perdían en el espeso cristal de unas gafas redondas.
Pero un día, la vida de Silverio se vio sorprendida  por la llegada de Lucrecia y su abuela. Desde un ventanuco, recóndito y  oscuro, observaba a las viajeras con cierto desagrado, acostumbrado como estaba al silencio de lugar y a la poca comunicación que sostenía con el vecino, al que  raramente veía. Aquella muchacha, Lucrecia, que entre risotadas y aspavientos llegaba, le parecía un allanamiento de morada, una tremenda profanación… No obstante, algo muy íntimo lo estremeció...

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