Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

24 dic 2017

Noche buena 2017

Aconteció en estos días que se promulgó una ley de extranjería por la que los sin papeles tendrían un plazo entre siete y treinta días para retornar voluntariamente a su país de origen. 
Un matrimonio de extranjeros, José y María, que estaba en avanzado estado de gestación, llegados en patera, buscaban trabajo en España. Busco trabajo para poder vivir. Mi mujer espera un hijo y no tenemos casa ni lugar donde dormir – repetían de puerta en puerta. Idos a vuestra tierra, Aquí no hay lugar para extranjeros que solo venís a quitar  el poco trabajo que tenemos a los ciudadanos de este país. No, no tenemos nada. Volved a vuestra tierra. Así, de un lado para otro les llegó la noche. José, preocupado por el estado de María, se lamentaba: hace frío y no sé a dónde nos vamos a refugiar. Nuestro hijo está a punto de nacer y no  podemos pagar ni un rincón. No te preocupes, José, algo encontraremos para descansar. Sigamos un poco más contestaba paciente María.
Así caminaban sin rumbo en la noche. Encontraron, al fin, refugio en una chabola abandonada a las afueras de una gran ciudad. Sucedió que el segundo día de pernotar en aquel lugar una grúa municipal los desahució, dejándolos a la intemperie una noche muy fría de un veinticuatro de diciembre del año dos mil diecisiete.  
Abrazados, y sin saber  dónde refugiarse, retomaron el camino. De pronto, José, exclamó: ¡mira, mira María; allí se ve un puentecito! Sí, vamos; no me encuentro muy bien. Creo que nuestro hijo  va a nacer.
 Y José, llegados allí,  busco y  extendió pasto, lo cubrió con su vieja chaqueta y el niño nació.  María, lo recubrió con su propia ropa y lo recostó en el cálido montón de pacto, junto al fuego preparado por José. 
Aquella madrugada, trabajadores de una fábrica cercana, al cambiar de turno, los encontraron y compadecidos le ofrecieron lo poco que llevaban. Toma, mujer, mi chaquetón y abrígate tú también; estás tiritando –dijo uno-. Poca cosa es pero algo debéis comer. No tengo nada más. Y les dio su bocadillo. Pues, yo, no tengo nada –dijo otro-,  pero mañana llamo a los asuntos sociales y que vengan a ayudaros.
 José y María les dieron las gracias y les dieron a besar al Niño que sonreía. De pronto. un grupo de chavales que salían de una discoteca se detuvieron al verlos y cantaron y bailaron para acompañarlos.

¡Ande, ande, ande
este chiquitín
que no tiene cuna
y ha nacido aquí!
No llores, mi niño
Vamos a cantar,
Vamos a bailar
que hoy es noche buena
y mañana Navidad.

 : Al día siguiente, se personaron en el lugar  tres mujeres provistas de todo lo necesario para atender al niño y darles cobijo durante el tiempo preciso para que retomaran camino a su país. ¡Qué precioso Niño! –exclamaron-. Le pondremos pañales, un precioso  jerséis y faldón y le daremos  un gran biberón  

   

Amigos: La patria no es propiedad heredada con papeles, sino cielo, dicha y dolor de todos los seres humanos. Vamos a compartirla, vamos a cantar que hoy es Noche Buena y mañana será Navidad.

1 dic 2017

Capítulo XIII

Terminé mi carrera de medicina, y Lucrecia había vuelto a ser olvido, tras renovados aplazamientos. Los estudios, la atención a mi padre en vacaciones, sobre todo, y razones, la mayoría sin fundamento, que me daba. Pero un día, en un viaje a Córdoba, al pasar en  taxis por la parada de un autobús, me pareció ver a Lucrecia con un pequeño en brazos. El corazón me dio un vuelco, al tiempo que una gigantesca interrogante me corría más que  aquel  coche que no tuve coraje de detener: ¿Era o no era ella? Cuestión que por otra parte me contestaba con tremendo remordimiento: Sí, ¡claro que era ella! Pero, ¿quién podía ser aquel niño? ¿Y por qué no me había llamado o visitado? Tal vez, y era lo que me  parecía más seguro, Lucrecia ocultaba cosas que ya intuí el día de su visita.
Una mañana, era el mes de septiembre, decididamente, y si previo aviso, me desplacé al pueblo de su tío abuelo: necesitaba verla, quería saber... Eran demasiados los remordimientos, las dudas, los reproches que me hacía.
En una pequeña plazoleta detuve mi recién estrenado coche, regalo de mi padre al terminar la carrera.  Saqué el papel que me dio el larguirucho,  bajé la ventanilla y pregunté al viandante más cercano, un hombre de aspecto rudo que con las manos en los bolsillos de un largo blusón, me observaba: por favor, ¿la Calle Larga? ¿La Calle Larga? ¿A quién busca usted allí? El hombre de los muertos murió hace tiempo y... No sé  de lo que me habla –interrumpí-. Busco a una amiga: Lucrecia.
El hombre, con evidente extrañeza, y muy pausadamente encendió un cigarro antes de pronunciar palabra y sin dejar de mirarme de arriba abajo. Al fin, aproximándose a la ventanilla, exclamó: ¡con que q  busca a ésa! Ésa tiene nombre, señor –contesté algo molesta-: se llama Lucrecia. Pues, eso será para  usted; aquí la conocemos por la medusa, una puta de mucho cuidado; se cargó al Silverio y, ¡vaya forma! Yo que usted daría la vuelta, pero,   si se empeña, a la salida del pueblo, por esta calle abajo –me indicó-. Allí verá la Casa de los Muertos; no tiene pérdida. Una calleja, usted la verá, pero allí no puede entrar con el coche; mejor lo aparca por aquí, y tenga cuidado que esa casa está maldita.

Y con el tiempo, mis pesquisas y, sobre todo, por lo que pude ir sonsacando con grandes dificultades a Lucrecia,  pude reconstruir su legendaria y escalofriante aventura en aquel lugar, con aquel hombre y en aquellos años, aventura  que no puedo pasar por alto, ya que marcó en mi vida un antes y un después  con respecto a mi relación con Lucrecia.