Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

26 abr 2014

CAPÍTULO XIII


 (Último párrafo del Capítulo XII: Mi madre me repetía: Es por tu bien, hija. Pronto iremos a verte y pronto llegan otra vez las vacaciones. Algún día te alegrarás. Lucrecia era mi gran obsesión, y creo que a pesar de tantos años, lo sigue siendo… ¿Y por qué?)


                Como irisado puente, de orilla a orilla, 
               el destino  volvería a unirnos.


Pasaba el tiempo y, poco a poco, mi recuerdo y preocupación por Lucrecia se me iban desvaneciendo. Por otra parte la decisión de mi padre de que estudiara farmacia y la mía propia se hacía realidad, tras el bachiller aprobado con excelentes notas.
Un día  de los pocos que pasaba en el pueblo, hecho ya un hombre que apenas si lo reconocí, se me acercó el larguirucho vestido de soldado:
-¡Vaya!  ¡Cuánto tiempo! Ya no quieres nada con la gente del pueblo…
-No digas eso –interrumpí- ¡Claro que quiero! Pero tengo mucho que estudiar y me paso los días en en ello.  ¿Y tú? Ya veo que estás desconocido.
-¿Desconocido? Eso será por el uniforme éste que tiene guasa. Por lo pronto iré a trabajar con mi padre en los albañiles; después… ¡Dios dirá! Pero, ¡tengo una noticia que darte!
-¿Qué noticia? –pregunté sin que me pasara nada por la cabeza.
-Ha estado aquí Lucrecia…
-¿Qué me dices? – pregunté con gran sorpresa y hasta solivianto- ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿La has visto? ¿Has hablado con ella?
-¡Para, para, chiquilla!  Ya veo que no la has olvidado; ella a ti tampoco. Te buscó, me buscó…
-¿Y qué te dijo? ¿Y para qué vino? –volví a preguntar con evidente nerviosismo.
-Vino porque tenía que arreglar no sé qué papeles.  No recuerdo muy bien, pero algo como que necesitaba una partida de nacimiento… No sé; algo que ver  con la iglesia. Me dijo que su abuela estaba muy enferma, y que ella tenía que cuidar a su tío abuelo y a su abuela, pero que a lo mejor se casaba con un hombre que tenía dinero. Y me dijo que tenía mucha gana de verte pero que no te contara nada…
-¿Y te dijo dónde vivía? Y, ¿cómo es eso de  que se va a casar?
-Me dio un papel con su dirección; ya te lo daré. Me lo dio porque le dije que ibas a ir a verla… Sí, sí, dijo que se iba a casar con un hombre que le llevaba muchos años pero que tenía dinero, y que era mejor que no fueras...
-¿Y cómo está? 
-Pues… –titubeó- No sabría cómo decirte. Yo la vi rara, pero, ¡claro como ha pasado tanto tiempo! Tiene el pelo muy corto, rizado  y pintado de rojo, y venía con muchos potingues en la cara; ¡un poco rara! Y ha engordado que no parece ella; está bien alimentada.
Aquella noticia fue tan explosiva que mi propósito más rotundo se centró en ir a verla en cuanto pudiera, aunque lo contado por el larguirucho me desconcertaba hasta el extremo de imaginar que entre Lucrecia y yo se había producido tal distanciamiento que  éramos, posiblemente, dos desconocidas.
 Y no sé  si me alegré o no de haber vuelto a tener noticias suyas porque, sin poderlo evitar, regurgitaban en mí recuerdos que me perturbaban. ¿Vamos, Lucrecia, a casa de mi tía Lourdes? ¿Y a qué vamos a ir allí? ¿Y si sabe quién soy? ¿Y si nos ve alguien? ¡Corre, Lucrecia, corre!; se ha oído un ruido.¡  No se lo digas a nadie; otro día volvemos. Sí, mi abuela dice que las plantas son como las personas, y si no se riegan…
Mis deseos y al mismo tiempo inquietud por ver a Lucrecia lo iba aplazando por motivos que no eran de gran peso pero me justificaban una y otra vez, más que nada por el tema del estudio y por una extraña pereza a reanudar mi amistad con ella. Cuando llegue el verano –me repetía- Y cuando llegaba, encontraba mil razones para nueva prórroga. No obstante, de vez en cuando, su recuerdo me impulsaba a una especie de temida responsabilidad hacia ella que me acallaba con razones que consideraba de peso: Ya sabe lo que hace; ya no es una niña… Sí, iré, algún día iré.
Algo terrible precipitó mi encuentro con Lucrecia... Era el mes de marzo. Pegada a los libros terminaba el trimestre en grandes esfuerzos por aprobar  aquel curso, último de mi carrera. Una llamada súbita de teléfono urgía mi presencia en el pueblo... 


21 abr 2014

Capítulo XII


(Final del capítulo XI: Nuestros caminos parecían separarse definitivamente, pero…)

¡Vámonos, Lucrecia; se acerca la tormenta!


No paso mucho tiempo sin que mi ingreso en el internado se hiciera realidad. Mis estudios en el pueblo apuntaban al fracaso por lo que mis padres convinieron en mi internamiento en un colegio de monjas. Mi vida allí no fue fácil. Recordaba a todas horas el jardín de casa, el palomar, la hora de Dios, mis juegos, recordaba sobre todo a mis padres y hermano y a Lucrecia, que me fui sin haber recibido la prometida tarjeta por la cual pudiera saber dónde estaba.
Una noche y otra lloraba en silencio. Teresa, una compañera que compartía dormitorio y, dado que su cama y la mía estaban tan próximas que podíamos darnos la mano, le hablé de Lucrecia. Eres buena María –me dijo- pero esas niñas siempre acaban como sus madres. Ándate con cuidado, y mejor que no sepas nada de ella, mejor que la olvides porque te puedes ver metida en líos gordos.
Pero no podía olvidarla, y no sé por qué, el sonido de las campanas de un reloj procedente de alguna torre lejana, en el silencio de las noches, lo asociaba con ella y mis sentimientos eran una mezcla de compasión y miedo. Eran noches muy largas las de invierno en las que no conseguía dormir, y daba vueltas y más vueltas,  imaginando  a Lucrecia durmiendo tranquilamente con su abuela, unas veces, y otras, a dormivela, soñaba que los hombres la perseguían para hacerle daño, y mis alucinaciones y soliviantos  llegaban a mi compañera que me golpeaba la cama repitiendo: ¡María, María, despierta!
Así llegamos a las vacaciones de Navidad. Con vehemencia infinita esperaba a mi padre que fue a recogerme al internado. La madre superiora, con las manos debajo de la almidonada toca, lo recibió en la sala de visitas y con una sonrisa beatífica lo informó acerca de mi trabajo y comportamiento. Estudia y es buena chica pero se relaciona poco, y es tímida en exceso… Mi padre, le salió al paso con palabras alentadoras para mí: ¡Cosas de la edad! Lo importante es que vaya bien en los estudios. Lo demás se le pasará. 
Nada más llegar al pueblo, busqué al larguirucho, pero parecía que se lo hubiera tragado la tierra; no lo encontraba en la plaza, lugar habitual de todos los niños y jóvenes del pueblo, ni tampoco en las esquinas de su calle donde solía jugar con los amigos. Al fin, un vecino me comentó: Está en el campo. Ha ido con su padre. Me parece que viene pronto porque han ido a unos chapuces de la casa que tienen y que, con la lluvia, se le han hundido parte del tejado.
Efectivamente fue aquel un otoño e invierno de mucha lluvia. El río se desbordó, y la gente decía que había peligro en el pueblo.  Y yo, de vez en cuando, me asomaba a la esquina de aquella casa de la Calle del Río, por ver si había llegado hasta allí el agua. Era como si algo de ella me perteneciera, algo pudiera hacerle daño o en algo pudiera ayudarle y hasta me daban ganas de entrar en la casa y volver a verla una vez más.
De cualquier forma me sentía feliz de mi reencuentro con el jardín, con la veleta, la mujer en cueros, mis escondites y, sobre todo, con el palomar y la hora de Dios.
El día de Navidad, y por expreso mandato de mi padre, teníamos que recogernos pronto. Decía que era tarde y noche de borrachos y que dónde mejor estábamos era en la casa, colaborando en los preparativos extras  de la cena. Al atardecer, jugábamos en la esquina, pequeños y mayores, en torno a una gran hoguera, cuando, a punto de irnos a la casa, apareció Luis, el larguirucho con una gran zambomba y un grupo de amigos que en incesantes cánticos pedían el aguinaldo. Nada más verme se me acercó: ¡Estás más guapa, María!  -exclamó-, pero mi pregunta era una urgencia que dejaba atrás cumplidos. ¿Te ha escrito Lucrecia? ¿Sabes algo de ella?  No, no me ha escrito, pero, si quieres puedo preguntarle a Teresina, esa niña que vive también en la Calle del Río. ¿La conoces? La he visto pero no la conozco mucho. A lo mejor ella sabe dónde está Lucrecia. Ya la buscaré yo y te lo digo.
No volví a ver al larguirucho,  y mi regreso al internado fue doloroso. Lloraba sin consuelo. Mi madre me repetía: Es por tu bien, hija. Pronto iremos a verte y pronto llegan otra vez las vacaciones. Algún día te alegrarás.
Lucrecia era mi gran obsesión, y creo que a pesar de tantos años, lo sigue siendo… ¿Y por qué?...

15 abr 2014

Capítulo XI


Y la luna siempre testigo de mis mi vida pasada y presente.



(Último párrafo del capítulo X:  ¡Sí, sí, pasado mañana se va. En el carretilla de la tarde, y no sé a qué pueblo pero es lejos, y allí vive un hermano de su abuela, y se van el jueves.)
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Pasé  dos noches  desvelada y contando las horas que faltaban para su ida y sin saber cómo hacer para verla, ya que Alfonsina, una niñera, se había convertido en mi sombra. Al fin, pude escapar de mi casa sin que nadie me viera. Los jueves por la tarde no había colegio, y yo solía pasar mucho rato en el palomar, haciendo muñecas de trapo o dibujando casitas y nubes. Sigilosamente me escapé sin que nadie me viera y corrí en busca de Lucrecia. Cuando llegué a su puerta estaban a punto de partir. Las mujeres embatadas de siempre las despedían con lágrimas en los ojos, y la abuela, con una maleta de madera, más bien un cajón, por todo equipaje, daba recomendaciones a una emperifollada  joven que, con  cierto aire de superioridad, asentía con la cabeza a todo sin pronunciar palabra. Lucrecia, acercándose, y en voz baja, me dijo al oído: 
-Ésta es la nueva, y se llama Violeta, y es una presumida tonta.
  Era alta, de cejas y pelo muy negro, boca grande con labios pintados de un intenso rojo y una camisa de brillo y transparencias.
 -¿Y a qué pueblo vais? –le pregunté sin importarme nada las explicaciones sobre aquella mujer.
-No sé cómo se llama, pero allí voy a tener una cama para mi abuela y para mí, y no se va a acostar ningún hombre, porque el amo de la casa, que es hermano de mi abuela, está muy viejo y mi abuela lo va a cuidar… -me relataba Lucrecia, atragantándose de jeringos  que chorreaban aceite por un oscuro  papel que apretaba entre sus manos.
Guardé silencio unos minutos; no sabía qué decir ni qué hacer, pero dentro de mí sentía que algo se desgarraba. Lucrecia, feliz en su ida, pero conocedora  de mis recónditos sentimientos, trató de aliviar la despedida:
-No sé escribir pero, si quieres, le digo a mi abuela que te mande una tarjeta y te diga dónde estamos y en qué casa vivimos, pero, ¿y si la coge tu padre?
Las dos nos quedamos en suspense. Era seguro que la cogería mi padre y era seguro también que no me la daría. De pronto, Lucrecia tuvo una idea:
-Se la podemos mandar al larguirucho.  Vive en el 22 de la calle Larga. Está “alelao” pero sus padres no saben mucho tampoco de lectura, ni se meten en nada. Sí, se la mandaremos a él. Tú pregúntale. 
 -A lo mejor yo también me voy interna a un colegio… -dije a punto de llorar.
-¿Interna? ¿Y eso qué es?  -me preguntó con la boca chorreándole aceite- ¿Y adónde te vas?
-Todavía no lo sé, pero interna es que no puedo salir del colegio…
Nuestra conversación la interrumpió su abuela:
-Bueno –dijo-, dale un beso a tu amiga que ya nos vamos, que perdemos el tren.
Aquella calle, aquella casa, su madre, su abuela, y sobre todo Lucrecia, dejaron en mí huellas que jamás he podido borrar de los entresijos de mi alma y que esta madrugada, tras muchos años, me conducen incesantemente a ella, como si los arcaduces de esta noria que es la vida, volvieran a tomar agua de aquella gran alberca de marginación y  dolor que fue su vida  y que engarzaría con la mía hasta el final.
Nuestros caminos parecían separarse definitivamente, pero…