Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

23 feb 2017

NIÑA DE MIEDOS Y JUEGOS

Debe ser verdad   que la personalidad individual está condicionada por la cultura de los pueblos, que transfieren a sus gentes, una cierta contextura física y sicológica. También debe ser cierto que los relatos tenebrosos constituyen una riqueza de estímulos necesarios para romper la rutina de la vida vulgar de cada día. Ahora lo comprendo así, y me parece hasta lógico en aquellos años en los que la rutina se comía los días de la gente, pero cuando niña... Bueno, cuando niña, no era yo sola; todos los niños del pueblo teníamos miedo; dormíamos con la cabeza tapada, éramos incapaces de entrar a una habitación con la luz apagada...
Montones de apasionantes  historias sobre aparecidos, fantasmas, demonios y brujas, corren de boca en boca. Mi madre  trata de contener a Matilde,  altavoz de noticias, cuando vuelve cada mañana del Mercado. No grites así; los niños pueden oírte. ¡Bueno! –exclama sin el menor reparo-. ¡Como que piensa usted que no van a enterarse en cuanto salgan a la calle! ¡Si lo sabe todo el mundo! Y era verdad. Aún no se había olvidado un suceso, cuando otro, más negro y macabro, aparecía.
Se diría que el pueblo necesitaba mantenerse como en un divertido y continuo trance, que, si bien atrofiaba las inteligencias, estimulaba, poniendo al rojo, la fantasía. ¡Noches de verano de mi infancia! Llega el calor; la casa se transforma. El comedor pasa a ser el dormitorio de mis padres. Otra habitación cercana a ellos, la de mis hermanos más pequeños.  Blanca y yo quedamos solas arriba, junto al cuarto de los baúles, en una habitación con el suelo lleno de cenefas, y el techo como de madera repujada; un arco en medio, dos columnas y un balcón al jardín. Mi hermana cierra la puerta con llave y arrastra hasta ella, una antigua peinadora con piedra de mármol. Después, mira debajo de las camas, abre y cierra los cajones de la cómoda, busca en el armario... Finalmente, se lía la cabeza con las sábanas y se queda dormida como una momia.
Yo por el contrario, estoy siempre desvelada y expectante. Como si la noche aumentara el misterio de aquellos espeluznantes relatos que, en mi exaltada imaginación, parecían revivir.  ¡Qué miedo me da la noche! En el filo de la cama y con la almohada abrazada, me quedo inmóvil. Paree que el más leve movimiento   va a delatarme a ese mundo horrible de fuerzas invisibles que pesa sobre mí, en el aire bochornoso de aquellas largas noches de verano.
En el jardín oscuro, jadea el aire que hace crujir las hojas secas de los árboles. Por encima de los tejados, el humo rojo de los rastrojos dibuja formas grotescas y fantasmagóricas. Los perros en las eras ladran y los ojos centelleantes de algún gato, se cruzan de vez en cuando, en la oscuridad.
Otras veces, con el color de la luna, el jardín parece estar despierto. Imagino una danza de espíritus, que, obedientes a leyes mágicas y encantadas, aparecen y desaparecen del redondel enlosado de jardín. Alguien contó alguna vez, que en aquel jardín se enterraban muertos durante la guerra. Y aunque papá desmintió  las alarmantes suposiciones, en la cabeza de todos, o al menos en la mía, los muertos siguen allí, haciendo visajes, llenos de sombras que se alargan se encogen, que entran y salen de mi habitación. Casi todos los días, me quedo dormida de madrugada. Cuando el gallo grande, el que duerme en las ramas del naranjo chino, despereza las alas y suelta un largo y perezoso quiquiriquí... Siempre me ha gustado escuchar los gallos. Parece que con ellos despierta la vida.

Pasé tanto miedo de niña, que durante muchos años, he sentido su rastro vivo dentro de mi alma. Y aún de casada esas fuerzas mágicas, alguna que otra  noche,  me poseían y lo único correr sin mirar para atrás, y meterme en la cama debajo de mi marido.
Pero las cincunstancias nos obligan a hacer frente a todo y hace muchos años, desde que falleció mi compañero, que no tengo miedo a nada.

19 feb 2017

Biografía: El regreso

Y allí, en nuestra casa del pueblo, nada: un rosal de rosas blancas, un cuadro de la Virgen Milagrosa por el suelo, cuatro sillas, montones de polvo y mohos en los tejados, suciedad y abandono. Mi madre llorando repite: Se lo han llevado todo. Mi padre, aunándonos en un abrazo, contesta: pero estamos vivos.
Calles solitarias, tejados crecidos de jaramagos, gente que deambulaba asustada, carreras a las esquinas al toque de trompeta que convocaba al canto del “Cara al sol”, pregoneros que, de vez en cuando irrumpían en el silencio, entronizado en los días, campanas del Ángelus, campanas de difuntos, de gloria… Campanas para todo y a todas horas, madrugadores aceituneros, camino del tajo, braseros de picón, y burros cargados de sacos de aceituna que incesante trasiego y palabrotas de los arrieros desfilaban por las calles en los inviernos, y eras, montones de paja, trillos, largas sentadas en las puertas, mirando al cielo enrojecido por la quema de rastrojos, cines en carteleras y competición de precios y poco más, en los veranos.
¡Qué pena siento al recordar a mis padres! ¡cuánto debieron sufrir! Mi padre, constantemente nos repetía: vosotros, si alguien os pregunta algo, no sabéis nada de nada. Mi madre, enferma siempre, rezaba y traía hijos al mundo por amor de verdad y por católica -decía ella
En esta foto, los cuatro hermanos que con tan pocos años, vivimos aquella de guerra y posguerra. Por orden de edades, Blanca, yo, Rafael y Benito. Después nacieron tres más, y en medio de unos y otros algún aborto y entre Blanca y yo, un hermano que murió ahogado con seis meses.
¡Qué guapos mis hermanos!




17 feb 2017

Biografía IV

Como algo fantasmagórico, el final. Aquella noche mi madre no sé cómo intuyó  el final. Recuerdo la habitación pequeña, como una alacena empotrada en el dormitorio de mamá, y la cama grande  en la que Blanca Rafael y yo, más que apretujados,    dormimos. Una lámpara de hierro, un volante rizado que le cuelga, una luz roja que colorea las paredes... Mi madre, en un solivianto, con Benito entre sus brazos, nos despierta. Histérica de alegría repite: ¡Papá va a venir  ¡La guerra ha terminado!
A los pocos días, bandera blanca, tropas en formación por las calles, mi madre que, a media voz, canturrea: Cantemos al Amor de los amores…
La gente, en bandadas, se desplazaban a la puerta de no sé dónde a ver por ojos propios la cantada bandera blanca. También mi  madre se dirige sola, por si acaso, a aquel lugar de supuesta paz y alegría.
No hay plato –dijo Blanca, abriendo la puerta a un supuesto soldado desconocido-. Y no era tal, sino nuestro tío Benito, hermano de mi padre,  hasta entonces ignorado para nosotros, que, con lágrimas en los ojos, y su flamante uniforme de falangista nos abrazó repitiendo: ¡qué pena, qué pena! ¡Soy  vuestro tío Benito! Nos vamos de aquí. Vengo por vosotros. Es que mi padre no está  y hasta que no venga… -dije yo asustada pero decidida-. No temas, mi pequeña –me interrumpió cogiéndome en brazos y con lágrimas en los ojos-. Soy vuestro tío Benito y os llevaré, muy pronto, a todos a vuestra casa.
Mi madre, un hilo de persona, solo lloraba y con voz entrecortada repetía: ¡gracias a Dios, gracias   a Dios! ¡Vuelve papá! ¡Nos vamos a nuestro pueblo, a nuestra casa!
Mi padre  vuelve con un saco vacío a cuestas: escuálido, sucio, enfermo... Por aquel paseo largo, desfile de tropas en formación, aparece solo.  Mis hermanos y yo lo intuimos más que lo vemos y corremos a su encuentro. En un abrazo nos aúpa. Son, lo recuerdo bien, mis precoces emociones. Después, el retorno a otro pueblo, a otra casa, a nuestro pueblo, a nuestra casa.

Como  despedida, en la puerta de la casa, dos vecinas, Milagros y la hija, las más cercanas en aquellos años a nosotros, aunque  sin apenas mediar palabras. A Milagros la recuerdo rubia, bajita con permanente de caracolillos y gafas. A su hija, recatada y silenciosa como yo,  abrazada siempre a una muñeca, mirándome con gesto ausente. El grandullón de Andrés, desde un balcón, nos mira en silencio, levanta una mano en señal de despedida, si bien, los ríos de sangre no se apeaban de su mirada ni de su corazón,. V creo que vivió esperándolos.

16 feb 2017

Sigo con mi biografía

Siempre asustada mi madre –la recuerdo como una niña con sus maravillosos ojos grandes muy abiertos-, de vez en cuando, en días de nada para comer, nos cogía de la mano y exclamaba: ¡Vamos al cuartel
Y  aquel cuartel, lejos de nuestra casa, era un portón desde el que se veían suelos empedrados y algún que otro soldado que a mí, personalmente, se me antojaba algo así como un ser prodigioso.
Apontocados en dos grandes escalones de acceso, esperábamos la hora del plato, del rancho que era anunciada hacia las dos de la tarde con una campana que movilizaba a la escasa tropa allí atrincherada y que se dirigían no sé a dónde pero con un plato de metal  de plata –decía yo-, en la mano.
Mi madre se retiraba y, sin perdernos de vista, se escondía lo más cerca posible de nosotros que, con las manos extendidas, esperábamos la compasión de aquellos humildes soldados que casi siempre se apiadaban de nosotros y de otros niños que acudían con el mismo fin, obsequiándonos con algún bocado de pan de higo o de carne de membrillo que sabía, lo recuerdo bien, a jabón, a moho, a algo desagradable pero que recibíamos como agua del cielo.
Y satisfecha, mi madre, sus palabra siempre entre dientes: ¡Algo es algo, hijos! Hay que dar gracias a Dios… ¡Nunca nos falla!
También sucedió que mi padre, enfermo y en el hospital militar, encontró una cartera con bastante dinero pero siendo, como era, la personificación de la honradez, la entregó a los militares  de alto rango que lo premiaron con un vale de comida que semanalmente recogía del economato  y nos nadaba íntegro: ¡Pobre papá –decía mi madre-, con lo débil que está y nos lo manda todo! 
Premio la fe de mi madre! Jamás la perdió, y si tengo que ser sincera, creo que llevaba razón: alguien, algo acudía siempre en nuestra ayuda, cuando los momentos eran negros, tan negros como el carbón.

14 feb 2017

Sigo con mi biografía

Me resulta difícil expresar cuánto quería a mi madre. El miedo a perderla, aunque sólo fuera por unos días, me torturaba. Recuerdo que tristes eran para mí los fechas que precedían su ida a marmolejo a tomar las aguas. Preparaba  las maletas con tiempo, y yo deambulaba por la casa inquieta, conteniendo con rabia lágrimas que nublaban mis ojos cada vez  que me parecía presentir que  le agradaban aquellos viajes y que se recreaba  preparando la maleta roja que pasaba días y días abierta sobre la descalzadora de su dormitorio.
Allí, en el cuarto de los baúles, donde las golondrinas cada año regresaban a sus nidos, recostada en un viejo sofá de la abuela, me quedé paralizada, escuchando el claxon del coche que se alejaba, con las manos engarrotadas y apretando contra mi pecho las llaves que mi madre me había confiado, como si nada a mi alrededor fuera real, como si todavía  fuera presente el instante  de su beso que seguía fresco en mis mejillas.
En el patio cubierto paloteo del servicio en tono desacostumbrado y  que se simultaneaba con escandalosas carcajadas. Me entristecía este desorden, esta confianza como de quién no teme ser escuchado, como de quién se queda a sus anchas y total libertad. 
 Anita, la costurera, con voz de triple, comenta: Isabel está arriba, como siempre encerrada en el cuarto de los baúles o en el palomar. ¡Es tan rara que ni ha bajado a despedir a su madre! Ésa no se entera de nada, y si se entera, ya va siendo hora de que espabile.
Un fuerte nudo aprieta mi garganta. De mis ojos comienzan a caer lágrimas que corren por mis mejillas y entran en mi boca. Estática me las voy tragando como si su sabor salado  consolara la ponzoña de mi alma. En mi corazón abatido por tanta soledad y abandono, brota como un fuerte latido, un suspiro que se escapa de mis labios en suave balbuceo: ¡Mamá! 
Anocchece. Las golondrinas dejan de piar. Tengo la sensación de que estoy sola en la casa, y aquel silencio, que no sé desde cuando dura, me lleva a regresar como de un desmayo. Todo vuelve a ser real. Allí, arrinconado, el collar de hormigas  de Terete, la amiga de Blanca. ¡Qué poco me gusta aquella niña que ata latas a las colas de los gatos y ensarta hormigas en un hilo!  Guillermo, el músico vecino, toca el piano.  

En el comedor permanece todavía la taza de manzanilla de mamá y restos de galletas en un pequeño plato,  y la silla arrimada a la mesa… Huele a su perfume, pero ella no está y me siento tan perdida que me invade, de nuevo, un torrente de lágrimas. Con un ganchillo del pelo marco la silla, aquella donde ella estuvo sentada, y que será la mía hasta que regrese