Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

24 jul 2018

LECTURAS DE VERANO

DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN
LA JARDINERA DEL REY

Una mujer sencilla y trabajadora, nacida y criada en el campo, había dedicado su vida a cultivar la tierra y, sobre todo, dedicaba gran parte de su tiempo a un pequeño jardín donde crecían las más bellas flores de toda la comarca. Un día, estando el rey de cacería, pasó por aquel lugar y quedó maravillado del colorido y variedad de aquellas flores. 
-Quiero --dijo-- que la persona autora de esta maravilla comparezca ante mí en palacio. 
Y aquella sencilla mujer, tras mediar unas palabras con el rey, fue trasladada a palacio donde se le encomendó el cuidado del jardín real, poniéndole a su disposición cuanto iba solicitando para realizar su trabajo. Pasó el tiempo y una mañana, el rey se dijo: ya ha llegado la primavera. Quiero pasear por mi jardín y respirar el perfume de las rosas más bellas de todo mi reino. 
sucedió que, al adentrarse por aquel hermoso jardín, en lugar de las rosas que esperaba, a diestra y siniestra, habían crecido unas raras especies, cuyos colores, aromas y variedades eran por todos desconocidos, excepto por la jardinera que, satisfecha por los resultados, trató de explicar al rey: he querido sorprender a su majestad con estas flores, fruto de muchas horas de trabajo, de investigación y estudio El rey, sin entender palabra, airado, exclamó:  
-yo no te contraté para que pensaras y estudiaras! Yo lo único que deseaba de ti eran las rosas de tu jardín. La jardinera, orgullosa de su trabajo, se atrevió a contestar: 
-Pero señor, este jardín será más admirado por su originalidad que vale más que cualquier repetición e imitación... 
Furioso el rey exclamó: 
-¡Silencio! ¿Cómo pones en tus labios tan altisonantes palabras? Me has desobedecido, defraudado: pasarás el resto de tu vida en la cárcel por pensar y desobedecer órdenes. «Pensar es el trabajo más difícil que existe. Quizá esa sea la razón por la que haya tan pocas personas que lo practiquen». (Henry Ford

9 jul 2018

A una niña africana

DIARIO CÓRDOBA / OPINIÓN

Hace  unas semanas se celebró el Día Internacional del Niño Africano, y es por eso esta carta para mi niña de color. Delante de mí, como si de repente, sin haberte engendrado, sin haber sufrido dolores de parto, me hubieses nacido, tengo tu foto entre mis manos que me tiemblan y me sobran para acunar tu cuerpo tan chiquetete que más bien son pañales de recién nacida que me huelen a mimos perfumados y limpios. Al pie de la foto tres palabras que sobrevolando cielos y mares han aterrizado en el buzón de mi casa: «Tu niña negra». La historia de esta insólita «propiedad» fue el repente misionero de alguien lleno de amor por sus hermanos los hombres, y que en sus mejores años de joven, emprendió vuelos hacia el Tercer Mundo, cuna negra que espabila sueños en eternas noches de hambre. 
Y allí, en un desvelo de mosquitos y sudores, a la luz de una nada, perdida en el olvido de todos, mis artículos arrullados por la agobiante sinfonía de grillos y chicharras. 
No merezco tanto, pequeña, y, sin embargo, cuando supe que, puntualmente, mis pobres y, a veces, torpes palabras viajaban a esa mansión de fatigas y rigores, me gratificó tanto que, aunque quisiera, no podría faltar a esa cita en la que mi nada se hace presente como si, por un milagro, mi cuerpo y mi alma pudieran desdoblarse y repartirse, y hacerse presentes allí, donde la soledad y la incomunicación, las más insufribles armas, son una palpitante realidad de cada hora de cada minuto. 

No me canso de mirarte, porque no eres un sueño bonito en el que deleitarme y pasar más tarde la página del olvido. No, tú, pequeña Isabel negra, eres de carne y hueso, a la que cuanto más miro. más puedo reconocer como mía, y no porque lleves mi nombre, sino, porque, al tenerte entre mis manos, noto que me brota un manantial en los adentros que me llena de fervores como si amaneciera en un día festivo.

2 jul 2018

HISTORIA DE LA POSGUERRA

EL TÍO DE LOS ALGODONES
Eran largos, monótonos, silenciosos los días en  aquellos veranos primeros  de la posguerra. Villa del Río, como todos los pueblos de España, se despereza con las campanadas del Ángelus. Calles empolvadas que, trabajosamente, retornan pasos: vendedores callejeros,  pregoneros, charlatanes, ancianos que buscan las frescas sombras  de siempre, enamorados que, en románticos presagios, sostienen con el calor de su sangre, el paso implacable de los días que se cuentan en horas de rejas y se eternizan en puntadas de ajuares. Puertas y fachadas castigadas por el abandono e intemperie de heladas y soles; tejados sin perfiles, punzantes de secos jaramagos; gente que habla en voz baja, y camina como si temiera estorbar en una tierra conquistada que pertenece a otra historia.
Un halo de pobreza, de inquietud, de terror fluye de las conciencias atormentadas por los recuerdos, y se expande  como endémicos en silencios y expectativas. Cuando amainan las chicharras y el sol en arreboles roza las aspas del viejo molino y se cristaliza en las menguadas aguas del Guadalquivir, las calles, regadas a palmetazos de cubo, emanan una sofocante calina con olor a polvo asentado. Poco a poco las puertas se llenan de mecedoras de lona, botijos, sillas bajas de anea, de ramos de jazmines, de vecinos y amigos que, con la vista perdida en un desolado infinito, se encuentran con las estrellas que rutilan en un cielo que negrea como si las noche de los tiempos hubiera regresado desmadejando, para siempre, la prehistoria de aquel otro día.
Y entre  humos de rastrojos que flamean por los horizontes, maullidos de gatos por los tejados, ladridos de perros en las eras, canciones infantiles por las esquinas y bajo las macilentas luces de bombillas callejeras, palabra a palabra, suspiro a suspiro, esperanza aquí, recuerdos allá, se va forjando un trabajoso futuro.
El ancestral reloj de la plaza marca puntualmente  doce y sonoras campanadas. Toque de queda que recluye a las gentes en sus casas. Súbitamente la ley de la media noche, personificada en la despiadada figura del Cabo Pérez, pragmática y ejecutiva, se impone, se respeta, se teme…
Las calles se quedan solitarias. Un vaho húmedo y pegajoso envuelve  la soñolienta Villa del Guadalquivir. Y los últimos bostezos de la noche se apagan en cantos de grillos y olores a pan caliente del horno de Carmen, rescoldo de vida que alimenta sueños de hijos perdidos en trincheras ya apagadas.
El silencio de la noche parece encantado por algún diabólico maleficio y,  como si todas las fuerzas mágicas se confabularan y tomaran vida y deambularan errantes por los sentires angustiados de todos los villarrenses, se cierran puertas, se echan llaves y cerrojos, se registran rincones, se amurallan balcones y ventanas.
El pueblo es como un reino de tinieblas sin rastro de vida. Centellean pupilas de gatos, ladran perros en las eras y como  una bocanada de dolor que hiriera la noche se escuchan pasos fantasmagóricos que arrastran cadenas en un denso misterio que se adueña del viento y se deslizas por corazones que duermen en un alerta infinita de soliviantos.
Por las mañanas, cuando el sol apuntando sus primeros fulgores por la torre de la ermita se cuela por persianas y puertas, la gente se  precipita a  la plaza, y en contagioso trance, rumian sus desbordadas fantasías: rojos que han asaltado tabernas, fantasmas que han sorprendido a obligados viandantes nocturnos, aparecidos que penan por promesas incumplidas, demonios que se ceban en víctimas arrepentidas de viejos pactos infernales.
De madrugada, al anochecer, a cualquier hora un estallido de sobresaltos, de malas corazonadas, de angustiosos suspiros,  saca la gente a  la calle: ¡El tío de los algodones! La última respuesta a los mil caminos clausurados. ¿Un fantasma? ¿Una duda? ¿Un escape? ¿Una necesidad?
Corrillos histéricos comentan, como si vomitaran una indigestión de miedos, de secretos, augurios,  torturadas pesadillas: : El tío de los algodones ha vuelto a violar; el tío de los algodones ha vuelto a aparecer…
Y el tío de los algodones, fantasma de los días sin sueños, fantasma de tantas pasiones reprimidas, de tantos miedos cosechados en la cruel contienda, fantasma de la  fantasía deambula por patios y corrales, quebrantando voluntades, profanando mujeres casadas y casaderas.
Y se persigue aquí y allí, acusado por víctimas en  suspiros de recatada expectativa.
Y el campanín del convento alerta. Guardias civiles y hombres acordonan casas, calles… Mujeres en balcones y ventanas contienen el aliento en una contradictoria interrogante, en un discreto sigilo. Y los niños, con ojos hundidos en el alma, se agazapan en las faldas de  madres y abuelas.
Y el tío de los algodones se esfuma  siempre con el viento, dejando el vacío de horas de nadie y que a su conjuro se tornaron espectrales, provocando el galopar de corazones eclipsados en otro tiempo y olvidados del ritmo festivo de los días.
Y vuelve aparecer otra madrugada, otro atardecer, cuando las horas pasmadas por una luna redonda     que amarillea sombras, vuelven a la transparencia sutil en cósmico temblor.
Pasan semanas y meses. Cada domingo en la Misa de siete en el convento se casan mujeres embarazadas, víctimas del tío de los algodones.

Y nacieron hijos, hombres de hoy que, con la cabeza bien alta, pueden proclamar la paternidad que los engendró: malos tiempos, pocas esperanzas, obligada creatividad de un pueblo que, entre aluviones y cenizas, se rehace para volver a ser corriente de un río joven que retorne a la vida, la plaza, la ermita, las fiestas…al ayer, al mañana.