Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

15 abr 2014

Capítulo XI


Y la luna siempre testigo de mis mi vida pasada y presente.



(Último párrafo del capítulo X:  ¡Sí, sí, pasado mañana se va. En el carretilla de la tarde, y no sé a qué pueblo pero es lejos, y allí vive un hermano de su abuela, y se van el jueves.)
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Pasé  dos noches  desvelada y contando las horas que faltaban para su ida y sin saber cómo hacer para verla, ya que Alfonsina, una niñera, se había convertido en mi sombra. Al fin, pude escapar de mi casa sin que nadie me viera. Los jueves por la tarde no había colegio, y yo solía pasar mucho rato en el palomar, haciendo muñecas de trapo o dibujando casitas y nubes. Sigilosamente me escapé sin que nadie me viera y corrí en busca de Lucrecia. Cuando llegué a su puerta estaban a punto de partir. Las mujeres embatadas de siempre las despedían con lágrimas en los ojos, y la abuela, con una maleta de madera, más bien un cajón, por todo equipaje, daba recomendaciones a una emperifollada  joven que, con  cierto aire de superioridad, asentía con la cabeza a todo sin pronunciar palabra. Lucrecia, acercándose, y en voz baja, me dijo al oído: 
-Ésta es la nueva, y se llama Violeta, y es una presumida tonta.
  Era alta, de cejas y pelo muy negro, boca grande con labios pintados de un intenso rojo y una camisa de brillo y transparencias.
 -¿Y a qué pueblo vais? –le pregunté sin importarme nada las explicaciones sobre aquella mujer.
-No sé cómo se llama, pero allí voy a tener una cama para mi abuela y para mí, y no se va a acostar ningún hombre, porque el amo de la casa, que es hermano de mi abuela, está muy viejo y mi abuela lo va a cuidar… -me relataba Lucrecia, atragantándose de jeringos  que chorreaban aceite por un oscuro  papel que apretaba entre sus manos.
Guardé silencio unos minutos; no sabía qué decir ni qué hacer, pero dentro de mí sentía que algo se desgarraba. Lucrecia, feliz en su ida, pero conocedora  de mis recónditos sentimientos, trató de aliviar la despedida:
-No sé escribir pero, si quieres, le digo a mi abuela que te mande una tarjeta y te diga dónde estamos y en qué casa vivimos, pero, ¿y si la coge tu padre?
Las dos nos quedamos en suspense. Era seguro que la cogería mi padre y era seguro también que no me la daría. De pronto, Lucrecia tuvo una idea:
-Se la podemos mandar al larguirucho.  Vive en el 22 de la calle Larga. Está “alelao” pero sus padres no saben mucho tampoco de lectura, ni se meten en nada. Sí, se la mandaremos a él. Tú pregúntale. 
 -A lo mejor yo también me voy interna a un colegio… -dije a punto de llorar.
-¿Interna? ¿Y eso qué es?  -me preguntó con la boca chorreándole aceite- ¿Y adónde te vas?
-Todavía no lo sé, pero interna es que no puedo salir del colegio…
Nuestra conversación la interrumpió su abuela:
-Bueno –dijo-, dale un beso a tu amiga que ya nos vamos, que perdemos el tren.
Aquella calle, aquella casa, su madre, su abuela, y sobre todo Lucrecia, dejaron en mí huellas que jamás he podido borrar de los entresijos de mi alma y que esta madrugada, tras muchos años, me conducen incesantemente a ella, como si los arcaduces de esta noria que es la vida, volvieran a tomar agua de aquella gran alberca de marginación y  dolor que fue su vida  y que engarzaría con la mía hasta el final.
Nuestros caminos parecían separarse definitivamente, pero…

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