Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

13 jun 2014

Capítulo XXII


(FIN DEL CAPÍTULO XXI: Necesitaba verla, comprobar que eran ciertas las palabras de Juana, y cada paso que daba en aquella dirección era un cúmulo de urgencias que me atormentaban pero, por otra parte, resultaban ser un  reclamo al que no podía resistirme...)

Madrugué. En realidad no había dormido. Las calles del pueblo estaban escarchadas, casi solitarias. Algún que otro grupo de aceituneros que se dirigían a los tajos, y mujeres cubiertas de grandes mantos que, solícitas a los toques de Misa en la ermita, caminaban con prisa. Me detuve, justo, en la esquina de aquella sombría Calle del Río, pero las cuatro casas  pobres que eran todo el vecindario, con las puertas cerradas, me provocaron un fuerte escalofrío y hasta un incontrolado rechinar de dientes. Allí, en el número cuatro, me despedía de Lucrecia aquel jueves feliz para ella de su viaje en compañía de su abuela, allí la había visitado el día que murió su madre, sí, allí estaba la casa de las “mujeres malas”, la casa de Lucrecia.
Pero yo había crecido y a pesar de la repugnancia que sentía al recordar  las últimas historias de Lucrecia y que me habían alejado de ella, mi decisión de verla estaba libre de toda clase de prejuicios. Por eso, asumiendo las soslayadas miradas de los escasos transeúntes, aguanté un rato dejada caer en el quicio de una de puerta y con el rostro cubierto hasta los ojos por una gran bufanda. No fue larga la espera. La puerta de aquella casa, de la que no apartaba mis ojos, se abrió, al fin. De ella salieron dos pequeños de unos cinco o seis años. Uno de ellos tiraba de un carrito de cartón y portaba una gran bolsa de plástico. El otro, algo retrasado, andaba con cierta dificultad. No sé qué sentí, pero mi corazón sensible y mi gran emotividad, me avivaron tal ternura hacia  aquellos niños que me lancé, sin pensarlo, a su encuentro. ¿Dónde vais tan temprano? Por el pan –contestó el que parecía más resuelto-. Tenemos que ir por el pan. ¿Y cómo os llamáis? Yo –volvió a contestar el mismo pequeño- me llamo Paco, y éste es el renco…¿Y por qué le llamas renco?  ¡Pues no lo ves! ¡Está un poco cojo! –exclamó, soltando una gran carcajada-. También es el borgio.
Unos rayos de sol comenzaban apuntar por los tejados que parecían derretirse en un chorrear constante de pequeñas gotas, pero el frío intenso de aquella mañana  y en aquel lugar se hacía sentir como un halo de muerte. No había dudas: Aquel pequeño, el borgio, el renco era el hijo de Lucrecia, y era como una tremenda bofetada a mi responsabilidad. En un instante me volaron por la cabeza mis largos e intencionados olvidos de Lucrecia, mí hasta  desprecio y condena por aquel incidente de su vida con el hombre de los muertos… Sí, me sentía  culpable de aquella realidad que ante mí se repetía: Me llama la Borgia y un día lo  mato por pegarle a mi madre. Torpemente y como única salida mi urgente pregunta: ¿Conocéis a Lucrecia? Esa es la borgia, la madre de éste. –contestó  de nuevo el pequeño-. Y ya nos vamos que mi madre no quiere que hable con gente… Conozco a tu madre desde antes de que nacieras –dije dirigiéndome al pequeño borgio que no había pronunciado palabra- Me gustaría verla. ¿Por qué no la llamas? El mayorcillo, mirándome de arriba abajo y con picardía impropia de sus pocos años, exclamó: ¡Anda ya! Eso es mentira. La borgia no tiene amigas, y éste no habla porque es un poco tonto… No sabe hablar. No, no es mentira; Lucrecia es mi amiga y, si quieres comprobarlo, llámala; dile que salga.
En ese momento, una mujer, de pelo rojizo, despeinada y con una larga bata  morada de brillo hasta los pies, sin abrochar, y dejando ver las piernas al aire, apareció en la puerta,  voceando a los niños. ¿Todavía estáis ahí? ¡El pan es para hoy, y ya sabéis que no quiero casquera…! ¡Es la madre de éste, la borgia! –exclamó el pequeño, echando a correr.
Sí, era la voz de Lucrecia. No obstante me costaba reconocer su imagen, un poco lejana y difuminada por la niebla que subía del río. Durante unos instantes ambas nos quedamos sumidas en silencio y observación, pero mis pasos se aceleraron hacia aquella casa, al tiempo que  ella  se disponía a cerrar de un portazo…

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