Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

12 feb 2017

Sigo con mi biografía

Sigo un poco más con peripecias que relato en mi blofearía de aquellos años de destierro en Valdepeñas. Como os conté   mi madre, sin cesar en sus rezos, decía que vivíamos gracias a milagros, y en parte, creo que algo parecido  nos sucedía.
Resulta que a cuenta de una gran “pupada” que sufrimos mis hermanos y yo, nos llevó mi  madre a visitar al médico más próximo. Alto, calvo, de rasgos exóticos  y pocas palabras. Nos reconoció de arriba abajo, descubriendo, ¡claro!, unas medallitas de la Virgen Milagrosa –Virgen de familia- que pendían de nuestros respectivos cuellos y que mi madre olvidó quitarnos para la susodicha visita. ¡Ni palabra pronunció! ¡Qué sufrimiento el de mi madre, al caer en la cuenta! Ya en la casa espera que de un momento a otro lleguen por nosotros los de la sangre corriendo a ríos por las calles y, ¡sabe Dios! Demacrada, pálida, solo ojos, balbucea temblando unas palabras: Blanquita, si me sucede algo, cuida de tus hermanos.
Llaman a la puerta. Silencio absoluto, primero, arrinconados en lo más hondo de aquella habitación dormitorio, abrazados por mi madre y tremendo pánico que se evidencia en la cara de todos que no entendemos pero presentimos algo terrible. Las llamadas se repiten como si gritaran: ¡O abrís o tiramos la puerta! Debajo de una cama, mi madre nos esconde y afronta la puerta. Se oye la voz de una mujer que dice: de parte del doctor, esto para usted y para los niños y que, si no se mejoran, vaya cuando quiera por allí.  Mi madre, con una gran cesta de alimentos, como si acabara de nacer, a un tiempo da gracias a Dios y repite: ¡Venid, hijos, venid, milagro, milagro!
Tenía yo muy pocos años pero aquella escena, como otras, al día de hoy, siguen vivas en mi memoria, y mi madre y mi padre, en la mesa estufa, sentados todos, sin televisión, sin radio, sin móviles nos  extasíanos oyéndoselas  contar aquells noches frías, muy frías de los inviernos de mi pueblo.
Y ya que estoy con los milagros, lo que sucedió a mi padre sí que fue también milagroso:
¡Pues, eso, que se encontró, nada más y nada menos que una cartera con miles de pesetas! Y la entregó, sí, porque, como banquero de profesión, y   de vocación, el dinero era para él sagrado.
La admiración de los militares de alto rango, más la recompensa, un vale para tres chuscos semanales, azúcar, arroz, galletas y algo más. Mi madre, cada semana, al recibir el paquete, exclamaba: Papá nos lo manda todo. Ni tan siquiera una miaja se ha quedado. ¡Pobre! Con lo débil que está…
Y sí que lo estaba. Gran parte del  tiempo en aquellos años los pasó en un hospital militar.


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