Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

17 feb 2017

Biografía IV

Como algo fantasmagórico, el final. Aquella noche mi madre no sé cómo intuyó  el final. Recuerdo la habitación pequeña, como una alacena empotrada en el dormitorio de mamá, y la cama grande  en la que Blanca Rafael y yo, más que apretujados,    dormimos. Una lámpara de hierro, un volante rizado que le cuelga, una luz roja que colorea las paredes... Mi madre, en un solivianto, con Benito entre sus brazos, nos despierta. Histérica de alegría repite: ¡Papá va a venir  ¡La guerra ha terminado!
A los pocos días, bandera blanca, tropas en formación por las calles, mi madre que, a media voz, canturrea: Cantemos al Amor de los amores…
La gente, en bandadas, se desplazaban a la puerta de no sé dónde a ver por ojos propios la cantada bandera blanca. También mi  madre se dirige sola, por si acaso, a aquel lugar de supuesta paz y alegría.
No hay plato –dijo Blanca, abriendo la puerta a un supuesto soldado desconocido-. Y no era tal, sino nuestro tío Benito, hermano de mi padre,  hasta entonces ignorado para nosotros, que, con lágrimas en los ojos, y su flamante uniforme de falangista nos abrazó repitiendo: ¡qué pena, qué pena! ¡Soy  vuestro tío Benito! Nos vamos de aquí. Vengo por vosotros. Es que mi padre no está  y hasta que no venga… -dije yo asustada pero decidida-. No temas, mi pequeña –me interrumpió cogiéndome en brazos y con lágrimas en los ojos-. Soy vuestro tío Benito y os llevaré, muy pronto, a todos a vuestra casa.
Mi madre, un hilo de persona, solo lloraba y con voz entrecortada repetía: ¡gracias a Dios, gracias   a Dios! ¡Vuelve papá! ¡Nos vamos a nuestro pueblo, a nuestra casa!
Mi padre  vuelve con un saco vacío a cuestas: escuálido, sucio, enfermo... Por aquel paseo largo, desfile de tropas en formación, aparece solo.  Mis hermanos y yo lo intuimos más que lo vemos y corremos a su encuentro. En un abrazo nos aúpa. Son, lo recuerdo bien, mis precoces emociones. Después, el retorno a otro pueblo, a otra casa, a nuestro pueblo, a nuestra casa.

Como  despedida, en la puerta de la casa, dos vecinas, Milagros y la hija, las más cercanas en aquellos años a nosotros, aunque  sin apenas mediar palabras. A Milagros la recuerdo rubia, bajita con permanente de caracolillos y gafas. A su hija, recatada y silenciosa como yo,  abrazada siempre a una muñeca, mirándome con gesto ausente. El grandullón de Andrés, desde un balcón, nos mira en silencio, levanta una mano en señal de despedida, si bien, los ríos de sangre no se apeaban de su mirada ni de su corazón,. V creo que vivió esperándolos.

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