Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

22 jun 2014

Capítulo XXIV


(Final capítulo XXIII: Ya me has visto, ya sabes que soy una puta, que me acuesto con hombres, que soy una mujer mala como mi madre y mi abuela... Nunca pensé así y lo sabes. Sí, ¡claro que lo asé! Hasta que te conté  mi historia con el hombre de  los muertos. ¡Vete, vete y no vuelvas!)

 El regreso a la normalidad de mi trabajo fue como el mejor elixir para alejarme de aquella realidad vivida tan dolorosa para mí que me sentía responsable. Transcurrió no sé cuanto tiempo y me sucedieron cosas importantes para mi vida. Una de ellas fue el desamor que experimenté por  un hombre al que jamás  he podido olvidar, con el que sueño  a diario y  que me llevó a un estado de soltería por los siglos de los siglos.
Mi padre pasó una larga temporada  conmigo. Decía que aquella casita del pueblo le gustaba, aunque creo que lo que más le gratificaba era el trato que la gente le dispensaba. Al  llegar las Navidades decidimos volver al pueblo. ¡Cómo deseaba aquel regreso a mi casa de niña! No obstante, pronto tuve que soportar el fortuito ictus que sufrió mi padre y que lo dejó medio paralizado y ausente por lo que tuve que pedirme excedencia por tres meses. Un domingo de aquellos decidí ir a la Misa de la tarde, cosa que no hacía desde hacía años. Al salir, casi noche ya,  me di de bruces en el atrio de la iglesia con un grupo de niños que jugaban a las bolas. Entre ellos un pequeño algo rezagado me llamó la atención. Era, sin duda, el hijo de Lucrecia. Me acerqué con ánimo de preguntarle por su madre, pero el pequeño y desenvuelto Paco, que me reconoció al instante, exclamó: La madre del borgio se va a morir. ¿Qué dices, niño? A ver si no dices mentiras. –me lancé en una perturbación tal que el  pequeño, asustado, dejó el juego y echó a correr.
Suavizando el tono y acariciando al  hijo de Lucrecia que también inició la huida pero, dada su dificultad para correr, pude alcanzar, volví a insistir: ¿Qué le pasa a tu madre? ¿Está enferma? Paco, deteniéndose a cierta distancia, voceaba: ¡Corre, renco! Como se entere Teresina…. ¡Corre!
Las palabras del pequeño Paco resucitaban en mí momentos con Lucrecia en los que siempre una de las dos acabábamos corriendo, y también aquel nombre Teresina me traía a la memoria las historias de Lucrecia en el sótano, con frío, con calor, siempre escondida, siempre marginada. No te vayas –le insistí reteniéndolo suavemente por un brazo- Dime tan sólo que le pasa a tu madre. Soy su amiga. El pequeño, hijo de Lucrecia, tan parco en palabras, susurró, como eco, las palabras de Paco: Se va a morir. ¿Qué enfermedad tiene? –pregunté a sabiendas de que poco más iba a decirme. Encogiéndose  de hombros, exclamó: No lo sé. Está en el hospital. Y, con gran  dificultad, echó a correr.

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