Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

9 jun 2014

Capítulo XXI


Fin del cápitulo XX: Y allí se quedó Lucrecia, con profundísimas ojeras, con el cabello tan descuidado que resultaba ser una mata de greñas en tres colores, mal vestida, delgada en extremo y envejecida. Al arrancar mi flamante coche, un desgarro me dolió en los adentros. Adiós, Lucrecia… ¿Adiós para siempre?)
Me alejé de aquel lugar. Recuerdo que sentí rabia y creo que  hasta asco de aquella historia, de aquella mujer que tanto se había corrompido, transformándose en lo que todos me auguraban: en una prostituta.
Y mi vida, al fin, comenzaba una nueva etapa, logrando una plaza en el ambulatorio de un pequeño pueblo de la sierra, algo alejado de la capital y de mi pueblo. Allí, con ilusión y entrega, emprendí, en unos primeros pasos, el ejercicio de mi profesión de médico. Cada día pasaba consulta a las ocho de la mañana, y eran muchos los enfermos que por ella desfilaban y a los que dedicaba atención y cariño.  De vez en cuando me desplazaba a ver a mi padre que, jubilado y achacoso, se resistía a venir a vivir conmigo, aunque sólo fuera por temporadas.
Pasaron años en los que tuve algún que otro pretendiente con aspiraciones a boda, cosa que una vez y otra iba aplazando, ya que  mis deseos de libertad e independencia los sobreponía a cualquier otro estado que me privara, aunque solo fuera en parte, de sentirme dueña absoluta de mi vida. Había cumplido  ya los cuarenta y el recuerdo de Lucrecia venía  a ser una anécdota de la infancia tan lejana que hacía años había dejado de preocuparme.
Eran vísperas de Navidad. Mi padre  había empeorado hasta extremos que apenas si nos conocía. No obstante, me desplacé al pueblo  para pasar allí las fiestas con la esperanza de que  acudiera  también mi hermano, casado y trabajando en Barcelona.
Una mañana  de aquellos días, Juana,  vieja y mermada en casi todo, me dijo   ¿Sabes una cosa? –. ¿A qué te refieres? No te lo vas a creer –contestó-, pero yo lo he sabido siempre… ¿De qué hablas? –interrumpí impaciente-. ¿Te acuerdas de aquella niña, o mejor dicho de aquella estrafalaria mujer que vino cuando murió tu madre? ¿Cómo se llamaba…? No lo recuerdo. ¿Lucrecia? ¿Te refieres a Lucrecia? ¡Eso es! Nunca recuerdo ese nombre… ¿Y qué pasa con ella? –volví a precipitarme en mi curiosidad-. Pasa lo que tenía que pasar: ¡Ahí la tienes, en la Calle del Río, en la mismita casa que vivió con su madre y con el mismito oficio que ella…! ¡No puede ser! –exclamé tan aturdida como si de un gran mazazo me hubieran dejado caos-. ¡Y con un niño de cuatro años y otro mayor! Si los refranes no fallan: La cabra tira al monte.
Era un día de enero rechinante de sol pero con un vientecillo frío que helaba. Me sentía tan mal por aquella repentina noticia que no encontraba lugar en la casa donde tranquilizarme. De un lado para otro me movía nerviosa e indecisa. Tan pronto como puede escapé. Me apremiaban las ganas de llorar fuerte, muy fuerte. Es por eso que me refugié en el palomar. Allí di rienda suelta a mis muchos motivos de maltrechos sentimientos: Lucrecia, sí, Lucrecia irrumpía de nuevo  en mi vida con clamorosa voz de urgencia, y su presencia allí, de nuevo, en el pueblo, se me hacía un presente ineludible. Esperaba que la “Hora de Dios”, como en otros tiempos llegara, pero era demasiado temprano, y en aquel lugar ni tan siquiera las pavas cluecas de aquellos años pero, como potentes ecos, las palabras de Lucrecia: ¿Por qué quieres ser mi amiga? ¡Y si se entera tu padre! Me tengo que acostar en la cama caliente por un hombre, y mi madre, a veces, cambia las sábanas
Había telarañas por los rincones de aquel cuartucho, y somieres viejos y, como otros muchos lugares de la casa, el abandono era tan palpable que en un intento de resucitarlo todo, de hacer una gran limpieza, de retornar al pasado tal y como fue, decidí, al fin, adelantar mis vacaciones y quedarme.
Fue una noche larga. Cerca de mi padre podía escuchar hasta su respiración fatigosa, algo que aumentaba mi malestar  y en incesante nerviosismo me levantaba una y otra vez  hasta llegar a comprobar que dormía. También Lucrecia formaba parte de mis propósitos: iría a verla. Me levanté nada más apuntar el día. Juana, la primera siempre en madrugar, exclamó al verme, acurrucada en la mesa estufa: Pero, criatura, qué haces levantada a estas horas! ¡A saber qué te ronda por esa cabeza! Te voy a hacer café y deberías acostarte un rato más. No, no tengo sueño. Voy a ir a Misa de ocho a la ermita.
En realidad necesitaba, me urgía merodear la Calle del Río. Lucrecia, tan arrinconada en mis recuerdos, parecía ser mi destino irrenunciable. Necesitaba verla, comprobar que eran ciertas las palabras de Juana, y cada paso que daba en aquella dirección era un cúmulo de urgencias que me atormentaban pero, por otra parte, resultaban ser un  reclamo al que no podía resistirme...

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