Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

17 jun 2014

CAPÍTULO XXIII


 (ULTIMO PÁRRAFO CAPÍTULO XXII: Durante unos instantes ambas nos quedamos sumidas en silencio y observación, pero mis pasos se aceleraron hacia aquella casa, al tiempo que  ella  se disponía a cerrar de un portazo…)
¡Lucrecia, Lucrecia! –repetí-  ¡No te vayas; espera ¿No me conoces? Soy María. Y Lucrecia, recogiéndose el pelo de mala manera y abotonándose la bata con prisa, contestó antes de que llegara a ella y en evidente deseo de escapar de mi súbito encuentro: Sí, sí sé quién eres, pero vete de aquí… Quiero verte, quiero hablar contigo… ¿Hablar conmigo? ¡Vaya, la señorita María quiere hablar ahora con una puta! –contestó con tal reticencia que sus palabras parecían afilados dardos-. Tú no eres eso -contesté frente a frente con ella-. ¿Qué no? ¿Y qué piensas que hago en esta casa? –contestó, y esta vez con una estrepitosa carcajada que me produjo una fuerte y electrizante sacudida por todo el cuerpo- ¡Vete de aquí y olvídate de mí para siempre! ¡Para qué si se entera tu padre! ¡Y si se entera la bruja de tu casa! –añadió en tono cáustico- ¡Vete, vete, y no vuelvas más! ¿No ves lo que soy? No puedo ni quiero olvidarte… Tenemos que hablar… Hace ya tiempo que me olvidaste, querida María. ¿Cómo es que quieres  ahora hablar conmigo? ¿Te remuerde por algo la conciencia? Pues, vete tranquila. Ya me has visto, y ya hemos hablado…  Somos amigas, ¿no?
De nuevo la estridente y forzada carcajada de Lucrecia, al tiempo que sus reproches, su huida y desprecio me golpearon con tal fuerza que un ligero vahído  me precipitó sobre ella. ¿Qué te pasa? –dijo cambiando de tono-. Nada; un ligero mareo. Ya pasó. No has debido venir. Este sitio no es para ti. ¿Te sacó una silla? ¿Quieres un vaso de agua? ¡Espera, espera! –repitió, sujetándome por un brazo-; te saco una silla. No, no te preocupes; no me pasa nada; ya estoy bien, de verdad –dije tratando de recuperar la calma-. Perdóname. Sé que te he hecho daño… ¿Qué puedo hacer por ti? ¡Cualquier cosa! Nada, no puedes hacer nada. Aléjate de esta casa, de esta calle… Tú perteneces a otro mundo; eres la hija de un médico, eres médico, y yo… ¡ya ves lo que soy! Quiero que nos veamos –insistí-. Quiero que hablemos. Pronto me tengo que incorporar a mi trabajo y no volveré en algún tiempo por aquí… Te ruego que me perdones. También yo he tenido preocupaciones, trabajos… Mejor si te vas del pueblo. Yo sólo te traería problemas. Y no te preocupes; estás perdonada.
De una carrerilla, los dos pequeños se precipitaron en la casa dejando la puerta abierta de par en par, y así pude ver  aquel patio que seguía como siempre, y las puertas de las habitaciones cerradas y un fuerte olor a leños quemados… -¿Me das un beso? Lucrecia no contestó pero acercó a mí sus mejillas casi cubiertas por aquella desmelenada cabellera rojiza que desprendía el característico olor a  brillantina barata de siempre. Le eché un brazo por encima con intención de abrazarla pero Lucrecia reaccionó apartándose y volviendo a su actitud displicente.
-Bueno –dijo-, que te vaya bien. No te preocupes por mí; aquí hay gente que me quiere. No vuelvas nunca más. Ya me has visto, ya sabes que soy una puta, que me acuesto con hombres, que soy una mujer mala como mi madre y mi abuela... Nunca pensé así y lo sabes. Sí, ¡claro que lo asé! Hasta que te conté  mi historia con el hombre de  los muertos. ¡Vete, vete y no vuelvas!


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