Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

20 abr 2016

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Leyendo descubrimos nuestro mundo, nuestra historia y a nosotros mismos. Daniel J. Boorstin
Seguimos amigos, con la lectura de mis recuerdos en la aldea de Fuente Carreteros.
Tardes de paseo con pequeños y mayores

Aquella quincena primera de septiembre la pasé mal. Por todos los medios intentaba acomodarme, pero no me resultaba fácil puesto que las condiciones de vida, las necesidades básicas como servicio, aseo, comidas, etc. quedaban reducidas a un mínimo.
Los días me resultaban más llevaderos pero las noches… ¡qué miedo pasaba cada vez que tenía que ir al servicio, situado en el último patio y en un gran corral.   Una noche, a solas, y escondida en un rincón, lloraba en la iglesia. ¿qué haces aquí y por qué lloras? –me preguntó alguien con suma amabilidad-. La presencia de aquella persona, para mí desconocida, me sorprendió, al tiempo que su aspecto y sobre todo su evidente profesión me inspiró confianza. Si quieres -me dijo-, me lo puedes contar, pero mejor salimos y damos un paseo en mi coche que lo tengo ahí, en la puerta. Dada mi ingenuidad, que no podía ser más, unida a la congoja que me ahogaba, no puse la menor resistencia, por lo que me encontré subida y en marcha con aquel desconocido. ¿Dónde vamos? –pregunté-. No te preocupes. Solo vamos a alejarnos un poco de la gente para estar más tranquilos. Y así fue. Muy cerca del lugar llamado Manantiales se detuvo. Le conté cómo deseaba volver a mi vida religiosa y cómo mis padres, de buena posición, ignoraban mi estado. ¡Pobre palomita presa a car en manos de algún gavilán! ¡Qué niña eres! –exclamó-. Seguro que no conoces a los hombres y seguro que ignoras todo sobre sexualidad. No contesté pero algo me hizo sentirme inquieta, algo que él debió percibir porque, echándome un brazo por encima exclamo: ¡tranquila, mujer, tranquila! No obstante, voy a explicarte algo para que vayas aprendiendo. Y, sin decir más, con evidente temblor y sudor que le caía por la frente, se me echó encima.
Sinceramente no sé explicar qué sentí, pero fue tal el horror que, de un fuerte empujón, pude escapar y correr por aquellos campos, medio ahogándome de miedo, creyendo que me alcanzaría con el coche, y de horror por algo que no conocía pero que intuía iba mucho más allá de una mera explicación.
Directamente, me dirigí a la casita de don José, aquel cura santo de verdad. En aquella habitación, prosaico despacho, me acogió con tal cariño y comprensión que nunca podré olvidar. Si quieres –me dijo-, ahora mismo hacemos una denuncia; yo me encargo de ello, pero, al no haberte visto nadie, siempre podrá decir que te asustaste, que todo es falso, etc. Mejor que no se entere nadie; seguro que no lo vas a ver más.
Y así fue, pero ¡qué noches de delirios y miedos! Hasta llegar la luz del día, me mantenía despierta como si pudiera aparecer y tuviera que estar alerta. Don José, con máxima discreción, me ayudaba, me acompañaba… Y mi escuela, mis alumnas y aquella buena gente me esperaba cada tarde, acompañaba y eran largos y deliciosos los paseos por aquellos campos. Regresábamos, cuando, al caer la tarde, desde lejos las campanas, la iglesia, la aldea, como dibujo de un bello cuento infantil, nos reclamaban.



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