Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

16 abr 2016

Biografía de una maestra


Amigos, muy próximo el Día del Libro, he pensado  transcribiros la biografía de mi paso por la entonces aldea de Fuente Carreteros  y hoy  precioso pueblo con el que me reencontré el año 2014 en una privilegiada invitación. Dediquemos unos minutos a leer que, como dice  San Agustín, cuando rezamos hablamos con Dios y cuando leemos,  Dios habla con nosotros.
Y empiezo por contar mis antecedentes, ya que, hay cosas que de otra manera no se podrían comprender:    

                    ¡Pobre gaviota! Ante la inmensidad del mar, siente miedo a su soledad. 
No ve camino para izar vuelos

Era un 15 de julio de hace ya muchos, muchos años. Amanecía. No había dormido en toda la noche. Eran ya semanas de insomnio. Mi almohada, empapada en lágrimas, quedaba allí, en aquella habitación perdida en una gran galería, escenario de mi vida religiosa durante años. Y allí quedaban pesadillas, noches, muchas, de temores, de angustias, de recuerdos… La superiora de aquella institución, cuyo nombre omito, con una forzada y austera sonrisa, exclamó desde la puerta: ¡Es tarde; date prisa!
Una vieja y pesada maleta de madera con cuatro trapos de nada, que era todo mi equipaje, a punto desde la noche anterior, era como un acuciante reclamo al que me resistía. Alguien, desde el umbral de su dormitorio, exclamó: ¡Dios te guiará! También el resto de compañeras, sobrecogidas, desde que se conoció la noticia de mi salida, me decían adiós sin palabras. Me detuve unos instantes en aquel gran jol de suelos acristalados, donde la imagen pequeñita de la Virgen Milagrosa, con los brazos extendidos, era siempre como mi refugio de paz en medio de las más grandes turbulencias. El gran reloj de la capilla daba la hora: las siete de la mañana.
La superiora me precedía sin cesar de repetir: ¡es tarde!, y yo, casi una niña, sin poder con la maleta y mucho menos con cada paso que daba alejándome de aquella vida que amaba más que a la mía propia, trataba de acelerar pero mi despedida se extendía a cada rincón, a cada momento de mi historia vivida en aquel lugar que iba regando con lágrimas. Una instantánea parada en la puerta de la capilla y unas oración, la última de aquella mujer que, sin duda, creía cumplir con un deber: A Vos la confío, Señor.
No hubo tiempo de espera en la estación. Mi tren entraba ceremonioso nada más llegar: ¡No me deje, por favor, no me deje! –le repetía abrazada a su cuello y en llanto que me cegaba los sentidos-. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿A dónde voy? ¡No me deje! Vas a tu casa, pero ya sabes, ni un apalabra; tu padre sigue delicado. Es voluntad de Dios y Dios escribe derecho con renglones torcidos –fue su contestación, despegando, más bien bruscamente, mis brazos de su cuello. Subimos al tren. Literalmente, yo no veía presa de una congoja que me había bloqueado por completo. Pero me encontré sentada en un vulgar departamento y junto a una ventanilla en la cual reposaba la cabeza. Unas palabras me llegaron como todo un gesto compasivo: ¿son ustedes la pareja de guardia? Por favor, esta joven no se encuentra muy bien. Va a Villa del Río. Cuiden de que se baje allí. No se preocupe, señora; nos hacemos cargo. Unos instante más, y los primeros traqueteos del tren, me devolvieron a la realidad. Levanté la vista en busca de aquella tan querida para mí mujer, pero había desaparecido. Solo dos guardias civiles, frente a frente me observaban con curiosidad y silencio.
¿Qué haría? ¿Dónde iría? ¿Cuál sería mi siguiente destino? No conocía el mundo, no sabía dirigirme por mí sola: había perdido, si alguna vez lo tuve, el hábito de pensar, de conducirme.. Era como un naufrago arrojado a un inmenso mar sin más salvavidas que unas palabras: Voluntad de Dios.
Y a ese Dios, que escribía derecho con renglones torcidos, le pedí que me llevara con Él. No, no quería, no sabía, no podía vivir. Mi futuro un túnel negro, muy negro, sin más salida, que yo viera, que la muerte
El tren en marcha, y yo con billete a ninguna parte.



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