Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

12 jul 2014

Último capítulo

(Final del capítulo anterior: Tengo miedo. No te preocupes; allí estaré)


Llegué un poco antes de la hora. Aparqué en medio de un gran charco, único lugar posible por aquellos alrededores. Esperaba con impaciencia mi reencuentro con Lucrecia. A derecha e izquierda la buscaba con impaciencia como si llevara siglos estacionada en aquel portalón, aún cerrado, del cementerio. Tan sólo tráfico ante mi vista y nubes que corrían en negra y eminente amenaza de lluvia. Un poco lejos, la parada de un autobús, objetivo de mis ansiosas expectativas. De pronto observé cómo, entre una multitud de gente que bajaba, una mujer, más bien un bulto me pareció, se aproximaba al cementerio. Di unos pasos en dirección hacia ella, y sí, era Lucrecia, tan ojerosa, envejecida y esquelética que en otra situación no la hubiera reconocido. Pero estaba allí, frente a mí, con un rostro desfigurado por grandes manchas oscuras, con preeminentes bolsas debajo de los ojos y una  vulgar taleguilla colgada del brazo. Nos saludamos fríamente: No quería molestarte, pero no sabía a quién acudir. Es muy duro… Se echó a llorar, limpiándose los ojos con el puño de la manga. No es molestia. Has hecho bien con llamarme.
Unos pasos y  en tenso silencio, acentuado por el alborozado piar de pájaros por entre los cipreses, esperábamos, los rigores de aquel mal asunto. bajo la marquesina  de las puertas, abiertas ya, de aquel lugar que exhalaba un sutil halo putrefacto. Se levantó viento y comenzó a lloviznar. A las nueve en punto, casi de la nada, surgió un coche, y un hombre, con papeles en la mano, preguntó sin apenas mirarnos: ¿Quién es el familiar? Yo, soy yo -se apresuró Lucrecia.
Y aquel hombre, hecho de rutinas, añadió: Soy del Ayuntamiento. Mal rollo éste y peor tiempecillo. Tiene que firmar estos papeles. Después, a cojeadas, otro hombre de gafas oscuras y gabardina blanca, revisó documentos, habló algo y, finalmente, mirando a su alrededor, hizo chirriar un silbato al tiempo que exclamaba en tono  despectivo: ¡Gentuza! ¡Nunca están dónde deben!
Dos hombres, con  palas  al hombro, cubiertos con gabanes  de plástico, largos hasta los pies, y apurando un bocadillo, aparecieron y, sin mediar explicaciones, recogieron bártulos. Lucrecia  me miró. En sus ojos saltones, enrojecidos por tantas lágrimas cicatrizadas, una angustiada interrogante: ¿Por qué?
Los campos empezaban a verdear, y algunos precoces pájaros emigrantes surcaban los cielos grises de aquella insólita mañana. A punto estuve de preguntarle dónde  vivía y con quién, pero me limité a una  rutinaria oferta: ¿A dónde te llevo? –pregunté con la puerta del coche abierta. La vi titubear antes de contestar y como si estuviera inquieta por algo: No me tienes que llevar a ninguna parte. Yo me voy otra vez en el autobús. Quiero llegarme al colegio  a ver a mi Antonio. Casi por compromiso, añadí: ¿Quieres venir a comer a mi casa? Ahora vivo en un piso. ¡No, no...! –se precipitó a contestar sin más comentarios-. ¡Bastantes problemas te he acarreado ya. Eso se acabó. No te preocupes; estoy bien.  
Y aquella  mañana, cuando nos despedimos y Lucrecia  se alejó, tuve un fatal presentimiento: No volvería a verla. Se perdió en la vorágine de tráfico de la hora punta de la mañana en dirección a la parada del autobús.  No obstante, por el espejo retrovisor pude observar cómo cambiaba de rumbo y se reunía con un hombre que la recibía en una mala moto y con un brusco empujón.

(Mañana DM. EPÍLOGO

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