Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

4 jul 2014

capítulo XXVIII


(Queridos amigos/as, lectores de este Blog: Puede que encontréis alguna incoherencia, fruto del obligado resumen que tengo que ir haciendo para no extenderme ya mucho más)
FINAL DEL CAPÍTULO XXVII: ¡Ni lo pienses! Volveré a la que ha sido siempre mi casa y buscaré trabajo… ¿Volver, de nuevo a aquella casa? No te preocupes por mí; se lo que me digo y sé lo que haré.

El resto de la tarde transcurrió en animada conversación que, sin poderlo evitar, una y otra vez, nos hacía relatar incidentes de nuestra infancia. ¿Sigues con tu palomar sin palomos  y con tu hora de Dios sin Dios? Siempre fuiste  buena, inocente y ¡vaya imaginación! ¡Venga ya con los elogios! –exclamé-. Fueron buenos tiempos aquellos…
Se hacía tarde y la hora de  visitas estaba más que pasada. Mañana, si puedo, vuelvo, pero piensa en lo que te he dicho: te vienes conmigo. Como todo un gesto de agradecimiento, Lucrecia trató de levantarse de aquel sillón para acompañarme al ascensor, pero agarrándose fuertemente a mí, exclamó: ¡Perdona, perdona! Estoy un poco mareada. Medio en el aire la cogí en brazos y la llevé en la cama. Estás muy débil todavía- dije-. No debes hacer esfuerzo alguno. Habrá tiempo de todo. Y tocando el timbre hice que una enfermera le tomara la tensión. La tiene muy baja –me confirmó-; voy a ponerle una inyección. El incidente retrasó mi marcha, a pesar de que Lucrecia insistía: estoy bien; puedes irte que es tarde y tienes que ir por la carretera.  Efectivamente llegué al pueblo muy tarde. Mi casa, desde lejos, me provocó una gran congoja: luces apagadas, puertas cerradas… No obstante, aquella noche  la pasé prácticamente en vela haciendo planes para mi convivencia con Lucrecia que, a pesar de estado de convalecencia, mejoraba notablemente y por días. Llevaba tiempo con un idea que me obsesionaba: comprar un chalet en la sierra de Córdoba, tan pronto como lograra  la tan solicitada plaza un año tras otro y se me antojaba cómo allí íbamos a vivir las dos en paz.
Mis primeros pasos, en aquellos días, y con gran éxito, fueron dirigidos a encontrar internado para Miguel, el hijo de Lucrecia, cosa que no me resultó  complicado, dado su invalidez y pobreza, noticia que le comuniqué rápidamente a Lucrecia que con lágrimas  repetía; gracias, gracias; allí no  verá las cosas que yo tuve que ver de niña.
Al finalizar el verano y regresar a mi destino, las listas de traslados me esperaban. ¡Por fin había conseguido mi deseada plaza en Córdoba! Fueron  rápidos los trámites de la  soñada compra de aquel chalet  que tanto había imaginado. Una inmobiliaria se ocupó de todo y una miga del pueblo me acompañó al ilusionada tarea de amueblarlo de forma sencilla, moderna y acogedora, poniendo especial interés en el dormitorio que ocuparía Lucrecia.
Con todo a punto, y con el alta de Lucrecia en la mano, y a pesar de su cumplida resistencia, nos trasladamos, como sorpresa para ella, directamente al chalet. No daba crédito a lo que le estaba pasando:¿Estoy soñando? Esto no me puede estar sucediendo a mí. Dime que es verdad y... ¡esta sí que es la hora de Dios! ¿Y cómo te lo voy a agradecer? Cuidaré del jardín, te haré la comida, me encargaré de todo…  Ahora –le repetía feliz María- lo que tienes que hacer es ponerte fuerte y no preocuparte de nada. Tengo contratado un jardinero que se encargará no solo del jardín sino de cuantos trabajos extra sean necesario.
Pasaron meses. La convivencia eran días de paz e incluso de divertimento con salidas al cine, al teatro y a compras de vestuario para Lucrecia.
Un día, María, que llevaba tiempo  con el proyecto de un viaje, habló con Lucrecia: te voy a dejar dueña y señora absoluta del chalet. Me voy unos días al extranjero con un compañero… ¿Con un compañero has dicho? –preguntó Lucrecia con ironía-. No sabes cuánto me alegro. Ya va siendo  hora, mujer de… María, con el mismo tono exclamó: ¡pues la verdad es que no está mal el chico!
Y Lucrecia era feliz: iba y venía a ver a su Miguel, hacía compras, arreglaba el chalet… Pero un día…

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