Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

10 jul 2014

PENÚLTIMA PÁGINA


(Final pág anterior: no me busques más. Esta vez no me encontrarás…)

Al día siguiente en el hospital, nada más llegar, tropecé con Claudio: no pude llamarte; ¿qué te sucedió ayer? Se ha ido Lucrecia, se ha ido para siempre… Y mi llanto fue tal que, Claudio, cogiéndome de un brazo, me repetía: ¡Tranquila, chiquita, tranquila! Por lo que sé de vuestra amistad, siempre  la buscaste, siempre  le tendiste una mano… Esta vez, no -lo interrumpí-, pero voy a buscarla y sé dónde puede estar…
Cada fin de semana, de un lado para otro, la buscaba, comenzando por la Calle del Río, pero allí nadie sabía de ella desde hacía tiempo. Tampoco en el internado de Miguel pudieron darme pista alguna: se llevó al niño. Dijo que se iba lejos, que había encontrado un buen trabajo… Fueron  largos meses de incansable ir y venir a barrios marginales, pueblos, prostíbulos… Pero Lucrecia, como me dejó escrito en la nota parecía perdida para siempre. Y sufrí una gran depresión. Me dieron la baja y sola en casa, lloraba y deseaba morirme. Era como una horrible pesadilla que me consumía día y noche: ¿dónde estaría Lucrecia? Claudio me visitaba a diario y sus palabras amables me reconfortaban pero no apartaban de mí aquel fantasma de responsabilidad que me pesaba más de lo que podía soportar. Unos meses más y Claudio, tímidamente, me dio una mala noticia para mí: me voy de Córdoba; pedí traslado a mi Navarra y lo he conseguido. Te escribiré, vendré, no te olvidaré… Palabras que pronto se llevaría el viento: ni  una sola carta, ni una sola llamada… Tan solo, eso sí, un breve mensaje que decía: lo siento, María. Me duele hacerte daño pero he decidido seguir solo mi vida; no soy hombre de compromisos. Y un abandono más que me dejaba sumida en una gran decisión: viviría sola.
Pasaron años en los que tuve alguna que otra aventura pasajera, pero nada serio: amistades más o menos íntimas sin más compromiso que el sexo. Entre tanto Lucrecia, al fin, se había difuminado de mi vida; prácticamente la había olvidado si bien alguna vez aparecía en mi memoria como una anécdota, como una telenovela que hubiera ocupado mi atención en años ya muy lejano.
Pero una noche, a primeros de febrero, una llamada al teléfono, me precipito en la creencia de que se trataba de algún compañero proponiéndome cambios de turno, cosa que  era habitual. Por eso mi contestación venía a ser una confirmación: ¡Sí, claro que sí!  Mi sorpresa me llevó a punto de colgar sin más explicaciones, porque una voz desconocida, no supe si de hombre o de mujer, ronca, jadeante, desagradable, repetía mi nombre: María, ¿eres María? Unos instantes de silencio, y la voz, tratando de resultar más melosa y tal vez intuyendo mis posibles miedos, repitió: María, ¿de verdad no sabes quién soy? Reconocí entonces la voz  bronca de una mujer. No, no la conozco, y voy a colgar. No son horas de bromas… Soy Lucrecia –dijo sin más. De nuevo silencio por mi parte, al tiempo que notaba cómo un fuerte escalofrío me recorría el cuerpo de pies a cabeza.  ¿Tanto me has olvidado que ni tan siquiera mi nombre recuerdas? –añadió-. No, no te he olvidado –dije al fin-. Dime qué quieres ahora conmigo. Tu voz me ha despistado. Y en esta ocasión fue ella la que guardó silencio, provocando mi preocupación, por lo que insistí: Ha pasado tiempo; no te esperaba. ¿En qué puedo ayudarte? Unos fuertes sollozos al otro lado del auricular me turbaron ¡Lucrecia, Lucrecia!, ¿por qué lloras? ¿Dónde estás? Es que mañana sacan los restos de mi Miguel… No entiendo nada. ¿De qué restos hablas? Mi Miguel murió hace cinco años. Mañana sacan sus restos para echarlos al osario. Quería pedirte que me acompañaras al cementerio. No quiero nada más. No tengo a nadie, pero me iré enseguida; no te preocupes. ¡Lo siento, lo siento de verdad! ¿Cómo fue? ¿Qué le pasó? Le entró una enfermedad mala. Decían los médicos que era una herencia, y no hubo remedio.
 Las palabras de Lucrecia, entrecortadas por el llanto, volvieron una vez más a enternecerme hasta el extremo de estar dispuesta a ir en su búsqueda en aquellos momentos. ¿Dónde estas? Voy ahora mismo a recogerte. ¡No, no, no es eso lo que te estoy pidiendo! Estoy bien. Sólo mañana; te lo prometo. A las ocho y media en la puerta del cementerio, si puedes. Tengo miedo.

-No te preocupes; allí estaré

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