Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

11 may 2015

Álbum de Recuerdos. Capítulo IX

                                                  Paseos por los alrededores de la aldea

Si algo recuerdo con especial nostalgia de mi paso por la aldea, son los paseos que, al salir de la escuela hacíamos cada tarde y al que se unían mayores, como la madre de don José que, cuando estaba en la allí era la primera en unirse al grupo. Salíamos de la aldea y por caminos y veredas nos alejábamos hasta que el toque templado de las campanas de la iglesia anunciando el rezo del rosario, se escuchaba como mágica melodía por aquellos solitarios y silencioso caminos. 
Y aquel montoncito de casas, coronado por sus pequeña iglesia, visto a lo lejos, me parecía  el dibujo infantil de un cuento. Sucedía también que cada tarde se producía el encuentro con un puñado de hombres que regresaba del tajo, y eran paradas largas de conversación, y era, para mí un auténtico placer escuchar sus relatos de soles e intemperies.
Había un joven rubio, alto y delgado, cuyo nombre omito, que cada tarde me llevaba un ramo de flores del campo: campanitas, varitas de San José, etc. Un día al encontrarnos, exclamó: ¡Hoy no traigo flores para la maestra; me he clavado una espina! Y por una mano le chorreaban gotitas de sangre. ¡A ver, a ver! –exclamé cogiéndole la mano que  le temblaba-. Y sí, tenía una pequeña heridita. Saqué un pañuelo y se la limpié como pude. Aquel muchacho, con olor a tierra, a campo, a sudor y dejándose acariciar más que curar por mi, temblaba al contacto con mi pequeña mano. Alguien exclamó: ¡Vaya, esto no lo pillas todos los días!  Y él sonriendo, bajo el ala de un gran sombrero de paja, contestó: ¡ni que lo digas y que Dios la bendiga!
A finales de octubre, la aldea, a una, se torno un ir y venir al  cementerio  que,   chiquito, un poco destartalado y pobre, quedaba rechinante. Flores de trapo y fotografías ampliadas, en color, mariposas de aceite en sus cacharritos de cristal azul, traídos de la capital, y cal, mucha cal, que las mujeres con las escobillas y los cubos llenos hasta el borde, lo blanqueaban todo.  
Y al llegar a este punto me tengo que detener porque una adolescente, y esta sí que la nombro, Victoria Ruiz, que hacía poco había perdido a su madre, desde que llegué se apegó a mí de una manera increíble. Ella no iba ya a la escuela pero allí estaba a todas horas, y no solo  me acompañaba en horas de clase, sino que prácticamente  para nada a ninguna hora se separaba de mí, y yo, consciente  del drama que vivía, la acogía con todo mi cariño. Uno de aquellos días me dijo: tengo que ir al cementerio con mis hermanas. Te acompaño –le dije-. Y allí fuimos una tarde, muy próximo el mes de noviembre. Agarrada fuertemente a mi brazo, mi querida Victoria, lloraba y temblaba. También yo, con un nudo que me ahogaba, permanecí a su lado sin saber qué decir porque podía sospechar lo que tendría que ser perder a una madre y sobre todo en aquella edad. 
Y una larga historia de malas jugadas la aguardaban en esta aventura que es el vivir. Y hoy, quiero extender mis brazos y llegar hasta ella para decirle  que la quise mucho y que la sigo queriendo y que la admiro por su valentía y generosidad, ejemplo, que quisiera imitar. Sí, mi querida Victoria, aquel día de cementerio y lágrimas, decidí que,  te haría de “madre” en todo lo que estuviera en mis manos.
Y no sé si lo conseguí pero mi cariño era tal que para nada se ha apagado y cuando te reencontré el pasado mes de agosto, te volví a abrazar como a mi hija muy querida.
  
 Mi querida Victoria: siempre te querré


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