Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

21 mar 2015

Paisajes de soledad 2



Un anciano debería ser un lujo para la familia porque  nada hay más cálido, tierno, entrañable, más sabio que un abuelo, porque también  en sus labios de pastosas salivas se esconde experiencia, sabiduría, acertados consejos que nadie pide que nadie precisa… que todos nos perdemos.
 Son bellos los ocasos, si hay ojos que los descubran en los mágicos  aleteos  de ángelus  crepusculares. En lo más recóndito de sus almas vive, entre dolores sin quejidos, entre reproches sin respuesta, entre el quebranto de un cuerpo que ya no les sirve, el niño, el joven que fue y quisiera seguir siendo…
Y en murmullo que solo su alma escucha, se repiten:
Ya no me sirve este cuerpo, pero mi alma sigue siendo joven ilusionado que sueña, que    ama...
Pero no me sirve ya  este cuerpo  de barro que, día a día, se torna declive, que se desmorona…
Ya mis ojos, que tan largos horizontes alcanzaron, que tantos auroras recibieron, que tantas puestas  de sol despidieron... son casi nubes de niebla que, más que ver,  intuyen, sienten...
Ya mis oídos, tan llenos de trinos, de músicas, de palabras empiezan a ser torpes grabadoras  que se afanan por alcanzar la belleza infinita  de tantos sonidos de la tierra.
Ya mis manos, repletas de caricias, de   cándidas creaciones, de infinitos trabajos son casi trémulas herramientas que se siguen izando a la búsqueda de una rosa, de un beso... de una lágrima, de una sonrisa...
Ya mis pies, tan pasajeros de recónditos caminos, siempre tras la búsqueda de un azul de mar o cielo, hoy ya, torpes, doloridos, caducos... no obedecen, se revelan...  me niegan y,  como  fatigados remos, surcan tan sólo superficies siempre a la deriva, vagabundos perezosos de los misterios de antaño
 Ya no me sirve este cuerpo  ¡Tengo que nacer de nuevo!  ¡Tengo que morir! ¡Venga, Dios que te estoy esperando!


Y MIS OJOS Y MI CÁMARA RASTREAN SU  SOLEDAD Y SILENCIO, EL DRAMA INÉDITO DE NUESTROS ANCIANOS

 EL SEÑOR DEL JARDÍN
 Sí, con sus pies torpes,  sus muchas enfermedades, sus noventa años, él era, porque yo así lo veía, el señor del jardín. bien vestido, aristócrata de gestos, más que de palabras, borradas por un evidente parkinson, colgado de una descomunal pipa, a todas horas y por cualquier camino o atajo del jardín, en todas las estaciones, por entre arbustos, paso de trenes, juegos de niños, corrillos de ancianos, o éxtasis en parejas de enamorados, aparecía aquel hombre de muchas y viejas historias. recuerdo sus  torpes reverencias al saludarme, y recuerdo sus ojos pequeñitos, clavados en los míos, mientras, entre temblores, trataba de contarme su pasado. un pasado honorable, del que no obstante se hacía patente una queja: nueve hijos y, ¡cuánta soledad!

también, un día, el señor del jardín, se me fue para siempre. en memoria de él escribí su nombre en una gran palmera, su árbol favorito. la llamé palmera de los besos porque cada día, cuando paso junto a ella, deposito un beso que mando al señor del jardín para que allá donde esté sepa que su recuerdo seguirá vivo en este su reinado de soledad.





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