Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

12 ene 2016

Memorias de una maestra III

Capítulo III

Un día, cuando sola en la parroquia, lloraba sin saber qué hacer, alguien se me acercó: pasa a la sacristía, por favor -me propuso, desde la oscuridad de la hora, una voz -; tenemos que hablar. Era don Antonio Camaño, el párroco. Un excelente sacerdote en el que veo la mano de Dios velando por mi vida. Por primera vez hablo con alguien de mi situación. Se sorprende que sobreviva y trabaje en tales condiciones: apenas como, apenas duermo, apenas vivo. Sólo trabajo y trabajo sin pausa. Él, con algunos conocimientos médicos -había sido mancebo en una farmacia durante largo años-, se preocupa, no sólo de mi alma, sino sobre todo de mi cuerpo: cada día, con un par de monaguillos, me manda alimentos y medicinas y  puedo notar, al fin, que le importo a alguien
No obstante, mi vida es casi un delirio. Deambulo por las calles, en una tremenda debilidad, camino de mi escuela. Allí permanezco de la mañana a la noche. Aquella puerta jamás se cierra. Y acude gente a que le escriba cartas, y a que se las lea, y a contarme problemas, y a pedirme consejo... Pero los días pasaban y mi salud, a pesar de los desvelos del párroco, se quebrantó bastante más de lo que ya estaba. Por otra parte, las dos buenas señoras de mi pensión decidieron subirme algo: Está la vida  mal -me comentaba, tímidamente, la buena de doña Lola-. Nosotras la queremos y nos hacemos cargo, pero... Lo entiendo. No se preocupen; me buscaré unas clases particulares entre alumnos de bachillerato. ¿Y por qué no las "permanencias"? Aquí todos los maestros se ganan sus buenos dineros. Usted se tiene que espabilar que le echan todo lo que no quieren los demás. ¡Los que no pueden pagarlas, vaya!
Efectivamente, aquel sistema de clases particulares, llamado permanencias y por el que los alumnos  pagan cincuenta pesetas al mes,  crea una dinámica discriminatoria. Maestros y maestras desaprensivos que, claramente, y en razón de la economía casera de los alumnos, los admiten o no en sus aulas.
Personalmente, no puedo soportar aquella injusticia. Mis largas horas de permanencia en el aula forman parte de la vocación que siempre sentí por el magisterio, y son precisamente, aquellas niñas, aquella gente necesitada el objetivo que me estimula y mantiene, a pesar de las grandes dificultades por las que atravieso.
No obstante, pronto, muy pronto, tendría que pagar muy alto y doloroso precio: había roto, sin saberlo, aquella complicidad del pago de las permanencias...


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