Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

20 ago 2014

Escalofríos / Capítulo I

La lectura es como el alimento; el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de los que se digiere. Jaime Balmes

 Queridos amigos/as: Hoy empiezo una novelita que he resumido en capítulos breves. Está basada en hechos reales y, aunque  parezca personal, no es así precisamente. Es la técnica en la que me encuentro más cómoda. Espero os guste.
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Hola, mundo: Soy Daliana, una mujer más de las que andamos por aquí, por allí. como resultado, uno más, de un bichillo “espermatozódico”, el más rápido en su maratón,  que me alcanzó,cuando yo era un óvulo. Eso es lo que dicen. Divorciada, sí, hace ya… Sesentona. Bien presentada, ¡resultona, vaya!  Más sola que la una. Medio poeta, medio pintora, medio, medio, medio un poco de medios y un mucho de nada. Sí, Dalaina por eso del pintarrajeo que me traía de niña y que a mi padre le dio por llamarme así, por lo de Dalí, claro.
Hoy, tras días, meses sin que el timbre de mi puerta “timbreara”, a la caída de la tarde, cuando me disponía a darle su paseo a Eolo, alguien ha llamado a mi puerta. –Eolo es mi perro, un chucho sin más pedigrí que ser el primero también que aterrizó en un ovulo de sabe dios qué chucha-; mi amigo, guardián, confidente…
Ojos negros. Muy negros. Mirada profunda, sostenida sin parpadear, Muy profunda. Cabellos ligeramente canosos, ligeramente rizados. Traje blanco, camisa y corbata celestes del mejor tejido. Bigote muy cuidado. Un gran bigote. Algo de barba. Piel oscura, alto. Demasiado alto. Unos cincuenta años. Pues sí, en conjunto, bien podía parecer un personaje, un galán de cine, un misionero de la India. Resultaba excitante, convincente…Tenía algo. Olía raro, eso sí. No era mal olor, pero tampoco bueno. Venía a resultar mezcla de aromas exóticos, polvos de talco y vainilla. Olía. Era un olor muy peculiar. Con el móvil le robé unas fotos: tres muy lúcidas. Mi sorpresa al descargarlas en esta pantalla, una gran conmoción, seguida de una serie ininterrumpida de terroríficos repeluznos, miedos, temblores… No parecía la misma persona. ¿Cuál en realidad había sido mi visitante? ¿Quién pudo usurpar su puesto si las tres fotos las hice a la misma hora, en el mismo lugar y en tres instantes consecutivos que logré desviar su atención de mi persona? ¡Cientos de veces las comparo, las amplío, las recorto…! No, no entiendo nada.
Llamó discretamente al timbre.  Eolo comenzó a ladrar con tal vehemencia que me precipité a la mirilla. No parecía tratarse de vendedores, ni agentes de seguros, ni predicadores caseros. El aspecto impecable de aquel hombre evidenciaba –a mí me lo pareció- algo distinto, tal vez, familiar, tranquilizador. No obstante, primero abrí la puerta con la cadena echada  y pregunté: ¿Qué desea? Usted es la señora Aurora, ¿verdad? Sí,  yo soy, pero ¿cómo sabe mi nombre? –pregunté con gran curiosidad, pues hacía años que no oía llamarme  por mi nombre de pila-. Pues, ¡tanto gusto, señora Daliana! -exclamó alargándome, con dificultad, una mano por la rendija de la puerta-. ¿Quién es usted y qué desea? –insistí-. Perdone; he debido empezar por presentarme. Mi nombre es  Iván y soy antiguo compañero de  Ramón su ex marido. De ahí que conozca su nombre y su alias. No quería molestarla; tan sólo hacerle una  amigable visita.
Por unos instantes dudé sobre cómo proceder. Hacía tiempo que no abría mi puerta a desconocidos. Reaccioné por pura cortesía, creo. Pase, pase, por favor y disculpe –dije corriendo la cadena y abriendo el picaporte de la puerta- Llaman tantos desconocidos…  No se preocupe; la comprendo y es natural que tome precauciones, y máxime estando tan sola… Sabía que la llaman Daliana: Ramón me lo comentó.
   Eolo, medio se  le abalanzó, mucho más de lo que le correspondía por su estatura, en unos ladridos que   bien sonaban a aullidos. ¡Pase sin miedo! Tan sólo es un perro mal educado, pero inofensivo –exclamé,  indicándole el salón y rompiendo un poco el hielo que de alguna manera me atenazaba-. Este perro es un bocazas ladrando –añadí-. Siéntese y perdone un momento. Voy a encerrarlo; tiene mal genio; eso es todo.     
Me ausenté  para encerrar a Eolo, que se resistía, sin cesar de ladrar, en la cocina, al tiempo que un súbito vahído me precipitó sobre la encimera. Traté de recuperarme y regresar a mi visitante pero una extraña sensación se instaló en mi piel erizándome el vello y haciéndome rechinar los dientes. Bebí agua y, respirando profundo varias veces, traté de sobreponerme a lo que consideraba un injustificado temor, producto de mi poco entrenamiento en casos como  aquel. Medio ausente, volví al salón. Estaba, sí, estaba allí, sentado en el sofá de mi tresillo, hojeando una revista, pero, ¿qué era aquello? Una etérea columna de humo violáceo lo envolvía al tiempo que se extendía por todo el salón y al tiempo que mis relojes parecían dislocados dando horas y más horas.


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