Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

16 mar 2014

Yo tuve una amiga prostituta. Capítulo III




                     Lucrecia, amiga: si vives, si encuentras la botella-mensaje que aquel día arrojé al mar de la vida, sabrás que no, que jamás te perdí, que sigues viviendo en mí.


(Párrafo del capítulo II:
Vámonos! -exclamé cogiéndola por un brazo que, ausente y abotagada, parecía perdida, lejana en la triste e incompresible historia de su vida- ¡Aquí ya no hacemos nada! ¡Qué pena de mi Miguel! ¡Qué pena! –repetía)

A lo lejos relampagueaba. Olía  a tierra mojada y un aire fresco me hizo respirar hondo, al tiempo que nos cruzábamos con mujeres enlutadas que entraban al cementerio con sendos ramos de flores. Caminábamos sin palabras. Lucrecia con la vista vuelta sin cesar hacia aquel lugar donde fueron arrojados los restos de su hijo, suspiraba. y repetía: ¡Qué pena de mi niño! Era bueno, era cariñoso… ¿Cómo fue? –pregunté en un intento de relajar la situación. ¿Qué le pasó? Le entró una enfermedad mala en el colegio. Decían los médicos que era una herencia y no hubo remedio. ¿Tienes otro, no? ¿Dónde está? ¿Cómo se llama? Sí, es el hijo de Andrés, pero nunca  lo ha reconocido. Se llama Antonio y está en un colegio.  ¡Es más guapo!
Los campos empezaban a verdear, y algunos precoces pájaros emigrantes surcaban los cielos grises de aquella insólita mañana. A punto estuve de preguntarle dónde  vivía y con quién, pero me limité a una  rutinaria oferta: ¿A dónde te llevo? –pregunté con la puerta del coche abierta.
La vi titubear antes de contestar y como si estuviera inquieta por algo: No me tienes que llevar a ninguna parte. Yo me voy otra vez en el autobús. Quiero llegarme al colegio  a ver a mi Antonio. Casi por compromiso, añadí: ¿Quieres venir a comer a mi casa? Ahora vivo en un piso. ¡No, no...! –se precipitó a contestar sin más comentarios- ¡Bastantes problemas os he acarreado ya a Fernando y a ti. Eso  se acabó. No te preocupes; estoy bien. Os deseo todo lo mejor.
No quise añadir ni un ápice de dolor más a su situación, contándole el fallecimiento de Fernando y mi estado actual de soledad.
Y aquella  mañana, cuando nos despedimos y Lucrecia se alejó, tuve un fatal presentimiento: No volvería a verla. Se perdió en la vorágine de tráfico de la hora punta de la mañana en dirección a la parada del autobús. No obstante, por el espejo retrovisor pude observar cómo cambiaba de rumbo y se reunía con un hombre oscuro que le hacía señas a pie de una pobre moto.
Y yo recordaba aquella lejana tarde de vacación de jueves. Las calles del pueblo, húmedas por el vaho del Guadalquivir, empezaban a ser oscuras, pegajosas, nostálgicas... Pasos de arrieros, cabreros, aguadores que se simultaneaban en un perezoso bullir de pregones por las esquinas….
Sí,  Lucrecia,  mala hierba, hija del pecado, parto de una mujer de aquellas que se ganaban la vida en la Calle del Río, vestidas con batas largas, que fumaban y pecaban con los hombres y que daban a luz hijos sin padres, fue mi compromiso precoz, y hasta osado, con la vida

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