Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

12 mar 2014

Capítulo II

(Últimos renglones del Capítulo I: Lucrecia  me miró. En sus ojos saltones, enrojecidos por tantas lágrimas cicatrizadas, una angustiada interrogante: ¿Qué va a pasar ahora?)

 Yo, con un ligero escalofrío, tan sólo tres palabras: No te preocupes.  El hombre de  gafas, en tono brusco,  exclamó, encendiendo un cigarrillo: es en Columbarios; el ochenta. Y añadió: ¡Vamos, señoras!  Y tras aquella lúgubre comitiva, comenzamos a caminar en silencio, bajo  los paraguas y tratando de que mediara alguna distancia. del sombrío cortejo que se detuvo. Uno de los hombres, alzando la voz, exclamó en tono piadoso: ¡Mal asunto, señora! Estas cosas deberían solucionarse de otra manera… ¡Mal asunto!
En los dos patios primeros, cerrados de cipreses, apenas si se notaba la lluvia; sólo algunos  goterones que caían arrastrando minúsculas virutillas que se pegaban en las manos y se amontonaban en el suelo. Al entrar al tercer  patio, amplio  recinto  de nichos y tumbas, una bocanada de aire y agua  nos obligó a sujetar los  paraguas con ambas manos y, como parapetos, protegernos con ellos, perdiendo así de vista a los hombres que, tomando un atajo, esperaban ya en Columbarios, un pasillo  tan estrecho  que la humedad y el frío se acentuaban hasta hacernos tiritar, al tiempo que un tupido de flores de plástico se entrelazaba  a fotografías, lamparillas y marchitas coronas. 
Los operarios dieron cuatro golpes, y la pared de yeso se desplomó, cayendo al suelo y haciendo añicos aquella lápida   donde sólo se leía: Miguel, tu madre no te olvida. 
Después, unos mazazos en seco sobre cuatro ladrillos y a la vista quedaron  macabros restos de madera, telas... huesos. Los hombres, sin escrúpulos, recogían con diligencia y amontonaban en un saco. Unos instantes más y exclamaron sacudiéndose las manos: ¡Ea! ¡Listo! ¡Vamos para allá!
 El cielo clareaba; había dejado de llover. La comitiva inició el regreso. Uno de los hombres  rompió el silencio: Lo siento, señora; estas cosas son así. El Ayuntamiento, o se paga, o al hoyo. Todos los días  la misma faena.
Lucrecia, con una debilidad extrema, se agarró a mi mamo que estaba helada; la suya sudorosa. Lloraba sin disimulos y por sus mejillas corrían  lágrimas, mezcla de potingues baratos que churreteaban su rostro.
Un impresionante mutismo reinaba en aquel lóbrego ambiente. Lo único, el persistente   piar de pájaros y el silbo del viento por las copas de los cipreses. Lucrecia y yo, conteniendo la respiración, tuvimos que soportar la angustiosa y macabra rutina de arrojar aquellos restos a una fosa común cuyo aspecto repugnaba, provocándonos  incontrolables arcadas: Coronas deshechas, tablas, huesos, lamparillas, fotos y un nauseabundo olor que, acentuado por la humedad, hacía irrespirable el ambiente. ¡Vámonos! -exclamé cogiéndola por un brazo que, ausente y abotagada, parecía perdida, lejana en la triste e incompresible historia de su vida- ¡Aquí ya no hacemos nada! ¡Qué pena de mi Miguel! ¡Qué pena! –repetía.

   

 Sí, muy triste, como lo es esta historia, como puede ser la vida misma

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