Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

31 mar 2014

Capítulo VIII


(Último párrafo del capítulo VII: Allí estaba, acurrucada en una canastilla de costura llena de ropa, cuando los pasos de Juana, me soliviantaron y corrí, que casi rodé,  escalera de  caracol  abajo.)
                                 
Y para este capítulo no tengo más ilustración que este cielo borrascoso por  donde,no obstante, otea la luz.

Juana me recogió del suelo llorando: ¡No puedo andar -repetía-, no puedo!; me duele mucho. Mi padre acudió rápidamente en tanto Juana seguía con sus regañes de siempre:  ¿Se puede saber qué hacías arriba? Sabes que tu madre no quiere que estés ahí sola… No es hora de reproches -dijo mi padre-. Ayúdame a llevarla a la cama.

Efectivamente, me había hecho un esguince en el tobillo, por lo que mi padre, tras vendármelo, exclamó. No vas a poder andar en unos días. Desde la cama veía la estatua de la mujer desnuda y el fraile de la veleta. Lucrecia saltó a mi memoria como un quejido de dolor. Saqué una libreta y escribí: Lucrecia es mi amiga.  Lloré, sí, recuerdo que lloré sin saber ver bien por qué. Tal vez, torturándome algo la cabeza y con la mirada perdida en palabras y paisajes que le pertenecían, sentí tanto miedo que mi fragilidad no encontró más camino que el de las lágrimas.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero me había recuperado y hacía mi vida  normal cuando  una mañana me desperté con las primeras luces del día, oyendo el espeluznante doblar de campanas que anunciaban muerte y que, como me sucedía siempre, me provocaron un repeluzno: ¿quién habría muerto? De repente las noticias que a diario traía Juana del mercado me hicieron saltar de la cama. Se ha muerto una mujer de la  del Calle del Río. La madre de esa niña ordinaria que María tiene por amiguita.
Mi madre, mujer de gran corazón, exclamó: ¡Calla, calla! La niña no tiene la culpa. Además, que no se entere María. Ya sabes lo sensible que es…
Corrí y de un salto me planté en el comedor donde mi madre desayunaba. Tenía ya trece años. ¿Te has enterado, verdad? -preguntó mi madre nada más verme. Sí; me han despertado las campanas, y yo quiero ir… Eso no son cosas de niñas –me interrumpió mi madre-. Pero Lucrecia es una niña y no tiene amigas. Tras un breve silencio mi madre exclamó: ¡Anda, desayuna y arréglate para el colegio!
Nada más salir aquella mañana, camino del colegio, y desafiando miradas y palabras de los niños y niñas  que me increpaban, corrí a la Calle del Río. En la puerta, revuelo de mujeres que, sin prejuicios, barrían y fregaban. Entré precipitadamente en aquella casa de olor a colonias fuertes y a polvos baratos. Sentada sobre un viejo cajón, bajo la parra, la abuela de Lucrecia lloraba. En sus brazos estaba ella que, pálida, ojerosa, despeinada, descalza…  lloraba también  sin consuelo.  Al verme, un leve gesto de satisfacción se dibujó en tu rostro: ¿Por qué has venido? Como se entere tu padre...  ¡Mi pobre hija –repetía su abuela en  ausencia de todo- ¡Mi pobre nieta!
Y se deshacía en lágrimas amargas que caían de aquellos ojos secos de años, secos de amarguras, secos de ¡sabe Dios cuántos malos tragos! Se llamaba Encarna, pero la gente  del pueblo la llamaban tigresa.
Un revuelo de mujeres, escuálidas, ajadas, batas largas, como siempre, cabellos despeinados, pálidas, ojerosas deambulaban de acá para allá entre incesante trasiego de gatos, rumores,  comentarios: No vendrá el cura. Han dicho que a esta casa no entra. Habrá que sacarla a la puerta, habrá que llevarla al cementerio...
Y encendían mariposas de aceite, colocaban ramos de crisantemos alrededor de un ataúd pobre que me produjo  tal convulsión que me sentía el pulso por todo el cuerpo  y las manos me sudaban un  frío de hielo

1 comentario:

Katiuska dijo...

Que injusto es el ser humano, desprecia al que el mismo enseña a pecar y se aprovecha de su necesidad fingiendo se una persona decente y resulta ser de lo mas indecente. Un abrazo