Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

18 mar 2014

Yo tuve una amiga prostituta. Capítulo O IV

                      
  Para ti, Lucrecia esta preciosa rosa. Tú no tuviste años de pétalos en esplendor, porque  naciste, por mala pata del destino, ajada. 
Pero yo guardo en el alma, el perfume de tu noble corazón.



ÚLTIMO PÁRRAFO DEL CAPÍTULO III: Sí, Lucrecia,  mala hierba, hija del pecado, parto de una mujer de aquellas que se ganaban la vida en la Calle del Río, vestidas con batas largas, que fumaban y pecaban con los hombres y que daban a luz hijos sin padres, fue mi compromiso precoz, y hasta osado, con la vida)


Era una tarde de vacación de jueves. Las calles del pueblo, húmedas por el vaho del Guadalquivir, empezaban a ser oscuras, pegajosas, nostálgicas... Pasos de arrieros, cabreros, aguadores que se simultaneaban en un perezoso bullir de pregones por las esquinas. Fue en aquella casona del callejón de la iglesia que hacía esquina con la fuente, la que tenía banderas en el balcón: la casa de Falange, hogar posible de casi todas las niñas  
 -¡Ha venido una nena nueva! -voceó alguien- Una nena de la Calle del Río; es la hija de una mujer mala.
 Instintivamente mis ojos la buscaron. Sí; estaba allí, sola, en un arcaico pupitre, trajinando con las fichas de un viejo parchís. Su piel era de un  blanco azulado transparente. Sus ojos, saltones, con rojizos ribetes, pero  lo más sobresaliente de aquel  espigado cuerpo de unos diez años, eran  unas largas trenzas rubias de bote.
-¿Cómo te llamas?-le pregunté tímidamente-. ¡Pchs... ! Como las gatas: Lucrecia -contestó con voz más grande que sus años y mientras se rematabas una trenza que se le deshacía-. Los nenes me llaman sapo, y un amigo de mi madre me dice la borgia.
-¿Y eso qué quiere decir?
-No lo sé, y mi madre tampoco lo sabe, pero mi abuela dice que es algo así como un apellido de cosas malas.
 ¡Me gusta tu nombre! -exclamé como si no hubiera escuchado sus últimas palabras- ¡Lucrecia es un nombre bonito! ¿Jugamos a pintar nubes? ¡Mira, mira!; hay borreguitos en el cielo.
-¿Borreguitos en el cielo? ¿Dónde? ¡Yo no veo nada! –exclamó, asomándose a la ventana- Hay muchas nubes. ¡A lo mejor llueve! ¿Y tú cómo te llamas? ¿Y cuántos años tienes?
-María, como la  Virgen -contesté con la timidez que me caracterizaba-, y tengo los mismos años que tú.
-Mi abuela dice que María nos llamamos todas las mujeres, y mi abuela dice que la Virgen tiene muchos nombres porque la que hay en la ermita se llama Estrella, y mi abuela dice que nos ayuda pero yo la he visto y es un palo.
-¿Un palo? –pregunté sorprendida- Es la Virgen, y mi madre es la camarera.¡No digas eso de la Virgen que es pecado!
-Pecado es robar y matar, pero la Virgen es un palo. ¡Pecado! –exclamó riendo en una
desentonada carcajada
-Bueno, ¿nos vamos  al terraplén de los Grupos?                   
-¿Es que eres mi amiga? Yo no tengo amigas. A mí nadie me quiere. Como vivo en la Calle del Río...
-Yo sí te quiero y podemos ser amigas, pero no digas que la Virgen es un palo.
-¿Tú mi amiga? ¿Y si se entera tu padre? Seguro que te castiga. Tu padre es el médico, ¿no? Tu padre tiene dinero; seguro que te castiga.
-Mi padre no se va a enterar. ¡Vámonos ya!  
Cogidas de la mano, corrimos por aquellas calles preñadas de otoño por las que  ya se auguraba el olor  de castañas asadas, braseros humeantes de alhucema, chasquido de burros acarreando aceituna a los molinos, palabrotas de los arrieros…
En un santiamén nos plantamos en el terraplén, tras los Grupos Escolares. Allí, tendidas boca arriba en el pasto, cuyos tonos se confundían con los pardos ya   de la tierra,  que exhalaba húmeda  fragancia, jugábamos y trazábamos garabatos en el aire. Las campanadas del Ángelus confirmaban la avanzada hora del crepúsculo.
Nuestras almas de niñas, nuestros pequeños cuerpos, aupados en una insólita  dimensión, pegados el uno al otro, sellaban un pacto: Siempre seremos amigas. De pronto, de la nada, del silencio, surgió súbitamente un cuerpo, una mirada, una voz, una mujer que, desde los rigores de un luto, anatematizó, mirándome fijamente:
-¡Ya le diré yo a tu padre con quién  andas, María! ¿No sabes que ésta es la hija de una mujer mala de las de la Calle del Río? ¡Para qué cuando tu padre se entere!
Un solivianto nos puso de pie.
-¡Corre, corre!  -exclamó Lucrecia, al tiempo que increpaba desenvuelta a la oscura mujer– Mi madre no es mala. ¡Eso será la tuya, vieja fea! ¡Corre, María, antes de que se chive esta bruja! ¡Que no se entere tu padre! ¡Dile que estabas con la boticaria! ¡Dile que esta mujer es una mentirosa!
Las últimas palabras que pude escuchar en mi huida fueron: Mi madre es buena, hija de puta

2 comentarios:

Katiuska dijo...

La maldad de muchas personas es inmensa. ¿Que culpa tendrán los hijos de lo que hagan sus padres.? Posiblemente si en vez de censurar se ayudara no habría tanta desgracia. Un beso

Isabel Aguera Espejo-Saavedra dijo...

Un beso, amiga. Gracias.