Mis pensamientos, poemas, cuentos... de Isabel Agüera

20 jul 2011

Nada

 (De mi obra "Cartas a Lucrecia)
Te escribo, Lucrecia, dentro de mi  coche.  Esta tarde,   por dar una vuelta, me he salido del barrio y me he venido a una cafetería con la intención de alejarme del ordenador, del trabajo por unas horas y respirar el ambiente de estos días: farolillos, palmas y sevillanas, en Córdoba
Y, bueno, ¿sabes qué me ha pasado? Pues, eso; que me he sentido tan rabiosamente mal fuera de casa que no he durado ni diez minutos.
No obstante, antes de salir, me he pasado por los servicios con el fin de retocarme la mala cara que me pone este bullicio y este bochorno donde la gente come, bebe, habla… mientras yo me siento a una distancia casi infinita de todo lo que me aparta de mi ese micromundo donde sólo existe el silencio que me permite vivir a solas con mis reflexiones.
En  los lavabos, una coqueta bolsa de aseo, olvido seguro de alguna mujer. La he cogido y, sin atreverme apenas a mirarla, me he dirigido a un camarero con la buena intención de entregársela.
-Estaba en los lavabos. Alguien la ha olvidado. Guárdela por si acaso la reclaman.
-¡Ah, bueno...! –Ha exclamado con bastante indiferencia- Debe ser de una fulana que viene de vez en cuando.  Trabaja... ¡qué sé yo...! La recoge un coche con otras  más como ella. Si quiere, deje eso por ahí, pero yo no me hago cargo. ¡Sabe Dios por dónde habrá pasado eso! Sí – añadió en un pequeño esfuerzo de memoria - , creo que la he visto esta tarde.
Me he salido de la cafetería con la bolsa de aseo en las manos. Me ha dado pena dejarla a merced de la indiferencia, del desprecio, del asco… A merced, posiblemente, del contenedor de la basura.
Y aquí estoy, Lucrecia, dentro del coche, con suerte, aparcado justo delante de la cafetería. De vez en cuando, alguien desesperado por un aparcamiento, me pita por detrás. Pero no me voy. Me gusta este lugar, porque, desde mi cálida “nave” contemplo cómo se resbalan las nubes sobre mi cabeza, sin que la prisa de la gente, que a riadas se dirija a la feria, se dé cuenta de esta hermosura  de cielo gris que amenaza tormenta.
Con unos vagos remordimientos, pero movida más bien por un impulso de compasión, me he decidido, al fin, a abrir la bolsa que, como si fuera de fuego, me quema entre las manos.
Y, nada, Lucrecia, nada: una barra de labios, un bote de perfume chocante, un colorete pimentón, una lima de uñas, una sombra de ojos… Nada, un fino pañuelo bien doblado y una carterita con una foto de una mujer de mal gesto y arrugas.

Los mismos potingues que tú, que yo, que cualquier mujer. Sin embargo el pañuelo, con unas marcas de rimel y, sobre todo, la foto, están provocando en mí,  tales sentimientos que, de pronto, me he notado como si recorriera el propio camino de mi vida, de la tuya, de cualquier ser humano. Es como si en las cuatro vulgaridades de la bolsa, hubiera descubierto los secretos todos de los hombres: necesidad de gustar, deseos de conquistar, lágrimas, recuerdos, una vida, una madre... Creo que sí, Lucrecia,  la mujer de la foto, que parece mirarme, entre orgullosa y suplicante, debe ser la madre de la dueña de la bolsa.
Ya lo sé, querida amiga, no está se moda el amor, ni  las lágrimas, ni las congojas que ahogan el alma, pero yo, pensando en la anónima dueña de este olvido, en esa mujer que, posiblemente, vende su cuerpo entre ascos que le damos todos, caigo en la cuenta de que, en la fina urdimbre de la vida, se tejen palabras que dan brillo y esplendor a quien las pronuncia y a quien las profesa:  moralidad, honradez, seriedad, orden ... Pero se olvidan otras, como amor, tolerancia, comprensión, etc. sin las cuales, toda la moral, por mucho que lo sea, carece de significado. Palabras salvadoras que, no obstante,  cuesta trabajo entender y que  se pierden sin ser pronunciadas jamás, al oído de seres humanos que las reclaman, las necesitan, las exigen para aprender que la vida es algo más que una historia vivida  en plena conciencia de mezquindad, marginación y desprecio.
Ha empezado a chispear. Cada gota es un borrón en el  empolvado cristal  de mi parabrisas y un relajante tintineo  en la chapa de mi coche. Me acuerdo de ti, nacida y crecida entre reproches y malas caras. Tú, la hija de una mujer “mala”, de una fulana… Yo, educada con tanto refinamiento, con tanta pulcritud, tu mejor amiga. Y las dos como  pequeñas guijas de una tempestad sin calma, rodando en trabajos y en afanes de acá para allá sin encontrar descanso que nos cobije, sin encontrar más refugio para nuestras cuitas que la maravilla, siempre nueva y siempre presente, de nuestra amistad.
Pero, ¿qué ha hecho la vida de nosotras, Lucrecia...? Tú, una resentida sentimental. Yo, un deseo de abrazar todo lo que me consume el alma y me lleva al destino de asumir y trascender hasta estas gotas de lluvia que, poco a poco,  se ven tornando en chaparrón. Gemelas, tú y yo,  siempre colgadas de un sueño que no tiene más luz que nuestros ojos, siempre enganchadas del pulso de la vida para notar los latidos que palpitan en corazones sin nombre.
Por eso, tú puedes entender mis lágrimas de esta tarde, cuando los árboles cuajados de pájaros, empiezan a oscurecer la luz del atardecer, cuando los pasos de la gente, bajo el chaparrón, se tornan carrerillas y, cuando, sin saber qué hacer, sin capacidad siquiera para arrancar el coche y marcharme a casa, estallan en mí las interrogantes: ¿Para cuántos hombres habrán sido arreglos estas pinturillas...? ¿Cuántos caminos habrán recorrido...?  Pero, sobre todo, Lucrecia, esta mujer que me mira. ¡Pobre mujer sin nombre!  Me la imagino perdida en el laberinto de oscuridades, sin más ojos que los de esta fotografía que la siguen y la protegen como un relicario sagrado. Me la imagino entregada a la magia negra del placer pagado, me la imagino sola, retocando –esta noche sin bolsa de aseo– sus ajadas mejillas, surcos de lágrimas teñidas de rimel.
Guardaré esta bolsa toda mi vida. Y, si en algún momento, me encuentro sola, cogeré esta pequeña fotografía y haré de su mal gesto, una historia de amor.

No hay comentarios: